Fui secretario de Redacción, a cargo de la Sección Economía, del diario Convicción, gran parte de 1981 y algunos pocos meses de 1982, porque dejé ese diario para retornar a Clarín, donde había trabajado entre 1976 y 1980. Cuando regresé al matutino de la calle Tacuarí se estaban produciendo allí cambios significativos. Clarín, de gran presencia popular, dejaba de ser un periódico estrechamente ligado al movimiento desarrollista para pasar a la categoría de empresa de medios o de centro neurálgico de un poderoso grupo dedicado a la comunicación gráfica, radial y televisiva. A nivel nacional y continental.
La relación de Convicción con la Marina y el proyecto político de Emilio Massera era un “secreto” a voces conocido por todos los periodistas de aquel enorme depósito en la calle Hornos al 200, en el barrio de Barracas, donde se lo redactaba, imprimía y despachaba. Desde su conducción no se reivindicaba ese vínculo pero tampoco se lo ocultaba. Estaban al mando de su orientación Hugo Ezequiel Lezama, quien se había destacado en el mundo de las revistas semanales; el crítico de cine Héctor Grossi; el politólogo Jorge Castro, y Mariano Montemayor, conocido divulgador de los idearios nacionalistas y desarrollistas y hermano de un alto oficial de la Marina.
Muchos de los que integramos la redacción habíamos transitado (como en mi caso) la redacción de La Opinión, la creación de Jacobo Timerman, intervenido desde el día de su detención en los primeros meses de 1977 tras el escándalo del caso Graiver como banquero de Montoneros.
En Convicción nos congregamos, en diferentes años y entre tantos, Pascual Albanese, Julio Ardiles Gray, Hugo Beccacece, Vicente Muleiro, Sibila Camps, Mauro Viale, Fernando Niembro, Jorge Dorio, Giselle Casares, Vilma Colina, Fermín Chaves, Osiris Chiérico, Oscar Delgado, Luis Domeniani, Carlos Fernández, Pedro Larralde, Enrique Macaya Márquez, Jorge Manzur, Juan Carlos Montero, Marcelo Moreno, Martín Olivera, J.C. Pérez Loizeau, Luis Lanús, Ernesto Schoo, Any Ventura, Alejandro Horowicz, Nelson Marinelli, Alberto Guilis, Edgardo Arrivillaga, León Epstein, Tito Livio La Rocca, H.H. Rodríguez Souza, Angel Faretta, el que esta nota suscribe, etcétera, etcétera.
Firmaron colaboraciones: Mario Rapoport, Luis Alberto Romero, María Moreno y Germán García, entre muchos otros.
En sus declaraciones posteriores a la aparición de su libro Almirante Cero, Claudio Uriarte, redactor también en Convicción, indicó que la selección de personal se basaba, “desordenadamente, en la obsesión esteticista de Lezama y en su convencimiento de que los periodistas estaban allí para fabricar un buen diario porque para elaborar la línea política bastaba con él”. La relación o conversación mano a mano con los marinos por parte de Lezama era diaria y a cualquier hora.
Cada uno de nosotros asumía su propia ideología. Había ideología de todos los colores y posiciones. Y sucedían cosas inexplicables: notas de homenaje a Trotsky o la justificación de la invasión a Afganistán por parte de la Unión Soviética. Puede decirse sin temor al equívoco que los de “derecha” eran minoría frente a los de “centroizquierda” o “izquierda bien izquierda”. En un país donde se vivía en peligro si se mantenían o escribían ciertos puntos de vista sobre la política argentina, Ernesto Schoo recuerda que en Convicción jamás padeció imposiciones, jamás se le dijo “no menciones eso, no hables de aquello”.
Para algunos periodistas con una anterior militancia en la izquierda revolucionaria, la presencia en Convicción los “cubrió” de posibles averiguaciones indeseables de los servicios de inteligencia. Aunque los de la Marina bien debían saber quiénes éramos y cuál era nuestra horma de zapatos. Un ejemplo de tantas diferencias internas: después de años de represión, fue desde los escritorios de Convicción que se reorganizó la Asociación de Periodistas de Buenos Aires.
Claudio Uriarte, autor del libro Almirante Cero (o “Negro” en los operativos en los que dirigía), en cuyas páginas desmenuzó la carrera por el poder del almirante Massera, se hizo cargo de otros comentarios. Uriarte aseguró que desde Convicción se utilizó sus páginas (en tiempos previos a mi llegada) para que Massera, los voceros de la Marina y Lezama criticaran con fiereza a los Estados Unidos y a la administración del presidente Jimmy Carter por su estrategia exterior en defensa de los derechos humanos. Y en el frente interno para ubicar a Jorge Rafael Videla como el “hazmerreír” de los “militares duros” de la línea Suárez Mason, Ibérico Saint Jean y el coronel Roualdés, con los cuales –se decía– Massera negociaba en el día a día. O criticar los fundamentos de la política económica de José A. Martínez de Hoz y de la gestión de gran parte de su gabinete.
Desde mi interés periodístico, mis notas de análisis y cuestionamiento a la política de apertura de la economía, protección de la importación y destrucción de la industria nacional, y a las facilidades otorgadas al sistema financiero con su correspondiente quiebra de instituciones bancarias en cadena, nada había cambiado entre lo que yo venía firmando en Clarín y aquello de lo que luego me hice cargo en Convicción con nombre y apellido. No padecí límites ni censuras, ni presiones, y nadie, desde la conducción, me sugirió títulos, o temas determinados.
Con los años comprobé, no sin sorpresas, la existencia de denuncias de sobrevivientes de la ESMA que declararon haber trabajado en los talleres gráficos de Convicción como mano de obra esclava. Carlos García, es el caso, declaró que él, junto con otros dos prisioneros (uno de ellos, Alfredo Margari), eran llevados a los talleres del diario, en la calle Hornos 289, donde se los incorporaba a la diagramación, armado y películas de las futuras páginas. Todo duró hasta marzo de 1981.
De igual forma eran utilizados en la falsificación de documentos en la imprenta de la Marina.
Intención, práctica y el Mariscal. En agosto de 1978, cuando Emilio Massera estaba a días de su retiro como jefe de la Marina, Convicción publica su primer número, en la medida en que esa publicación serviría para mantener sus intenciones de protagonismo hasta crear su “Movimiento Nacional para el Cambio” en compañía de dirigentes políticos de diferentes extracciones. El estilo de los editoriales tenía un sesgo admonitorio cuando trataban temas militares; de crítica en los problemas de gestión; de apología al hablar del Proceso militar y en especial de la Marina, y extremadamente irónico, limitando el sarcasmo y la burla, cuando mencionaba a determinados personajes, todo producto de la personalidad y la pluma del director: Hugo Ezequiel Lezama.
El diario “daba sermones” al régimen, pero no a partir de una condición de valentía o una muestra de coraje, sino para demostrar “el poder de fuego” que todavía administraba Massera. Por supuesto, era Lezama, un periodista “de mundo”, que solía vestirse de blanco en los días calurosos de verano, con gestos que lo asemejaban a un caballero victoriano en el trato con los integrantes de tan heterogénea redacción, quien le escribía algunos discursos a Massera en sus días como militar o como retirado extremadamente politizado. Lezama defendía a capa y espada sus principios liberales, su admiración por Inglaterra, su rechazo al peronismo y al marxismo. De la suma de todas estas variantes había surgido a mediados de la década del setenta, antes del golpe militar de 1976, un respetuoso intercambio intelectual entre Lezama y Massera. Antes y después de su retiro Massera era un hombre de varias caras. Era él quien disponía sobre la ESMA y el Grupo de Tareas que funcionaba en esa Escuela de Suboficiales y quien participó directa o indirectamente sobre el destino de las 5.000 personas que pasaron por ese sitio. Era él quien amenazaba personal o telefónicamente a quien se interpusiera en sus propósitos. Era él quien negociaba con los políticos y quien gozaba con la condición asumida por él de ser un hombre festejado a comienzos de los setenta por el mismísimo Perón. Era él quien deseaba absorber, antes de la invasión de las Malvinas, todo el poder político de la Nación, respaldado por algunos sectores militares.
Como bien advierte Marcelo Borrelli en su libro El diario de Massera, no había en la Redacción signos evidentes de una ligazón del matutino con los marinos. No había en los pasillos personal naval en uniforme realizando tareas de control. En cierto momento apareció un “controlador”, que resultó ser un capital de navío que sembró “sentimientos de vigilancia y persecución” en la Redacción. Pero en 1981, en el momento en que permanecí en el diario, nadie me hizo partícipe de temores paranoicos.
En un tiempo anterior a mi llegada, Massera había visitado las instalaciones del diario. Y mantenía un trato profesional con algunos pocos periodistas. Como no me conocía, un día le pidió a Lezama que yo lo visitara en sus oficinas de la calle Cerrito, no muy lejos de la Embajada de Francia. Fui a la entrevista, muy a fines de 1981, con una tremenda carga de miedo: estaba obligado a dialogar con el dueño y señor de la vida y la muerte de muchos. Pero fue allí donde él me recibió, vestido de civil, respetuosamente, con su porte de mariscal napoleónico, su sonrisa gardeliana y sus manejos de seducción, un patrimonio sólo de los psicópatas. Abrió la conversación con su interés por conocer mi reflexión periodística sobre el momento económico, aunque, se comprobó, su intención era otra. Era conjugar mi diagnóstico, que compartía, con sus manejos políticos y sus negociaciones con los dirigentes partidarios que lo acompañaban en sus proyectos. El diálogo duró una eternidad, aunque en realidad no pasó de los 60 minutos. No se despidió de mí con un “nos vemos” o “hasta pronto”, sino con un cortante y expresivo “Gracias por su visita”. Punto. Salí a la calle con un especial alivio.
Leprosos. Ya hacía muchos meses que yo había dejado Convicción, por mi retorno a Clarín, cuando ocurrió lo de las Malvinas, que Hugo Lezama y el diario respaldaron al unísono. Para algunos colegas Lezama, que no era precisamente un ingenuo (porque estaba informado de todo) fue “estafado” por Massera porque desconocía toda la historia de “caja y poder” que envolvía las maniobras del marino.
Luego del regreso de la democracia, a fines de 1983, la relación de Lezama con Massera y la dictadura militar lo cubrió de una profunda estigmatización. La sociedad civil le dio la espalda, despreció a Convicción y muchos de los que en él trabajaron lo ocultan, aunque nadie participó en una “comunión ideológica” con sus propósitos. El ocultamiento surgió a partir de la condición de “leproso” que cualquiera de nosotros podría recibir de una sociedad que no tiene su pasado definitivamente en claro, donde hay páginas en negro y responsabilidades compartidas, que con persistencia se aferra a eslogans varios, fuera de moda, que impiden emitir juicios sensatos y serenos, pensando más en el futuro a construir que en el pasado donde fueron varios los que participaron de su ruina.