Un tesoro en el Fin del Mundo
Por Marcelo Ledesma
Mi papá…no es mi papá.
Una tarde normal de un día cualquiera, así como si nada, me llegó el mensaje:
_»Gordito, necesito hablar con vos…»
Y nada más. Automáticamente se me prendieron las alarmas.
Con mi comadre, cuando nos vemos, nos sobra charla, siempre fue así, desde que somos pibes. Las conversaciones se dan, se viven, van y vienen, en joda, en un quilombo, con mate, pizza o asado; las charlas familiares no se programan, era extraño, que se yo. Esta vez era distinto. El «Necesito’ en su frase me hizo un ruido. Y corrí.
Laura y yo vivimos uno en cada punta de la ciudad. Es un trastorno atravesar Río Grande, pero durante todo el viaje traté de intuir mil cuestiones que ameriten una conversación urgente y empecé a planear todas las posibles soluciones. Una locura.
Me bajé del auto aún en movimiento y dejé que se estacione solo.
_»Qué pasó?» Pregunté.
_»Pasá».
Huuu. Sentí.
El clima era raro. Tomamos unos mates, fuimos y vinimos contándonos las rutinas, pero no largaba nada.
No pude esperar más.
_»Dale gorda, que mierd@ pasó».
_»Vamos afuera, fumémonos un pucho», contestó.
Así fué como por fin se soltó. Sin llorar, pero notablemente tocada, lo largó así…
_»Le pedí un ADN a mi viejo. Mí papá no es mi papá».
Y el mundo explotó.
Cómo se reacciona a un evento así? Por supuesto, no tenía en mi galera soluciones a ese tipo de problemas. Solo restaba oír. Y empezó una nueva charla que algunas veces tuvimos pero que siempre supo quedar a medias. Dudas, reproches, dolor, algo de bronca, un resumen de sus 35 años y todo lo que la llevó un día a pedir un test de ADN.
Me contó su última semana, de cómo fue y de todo lo que hizo. No fue para nada facil. Pero ya me tenía todo preparado.
_Mi viejo no es mi viejo, pero hablé con mi mamá y tengo una foto de mi verdadero papá. Necesito que lo encontrés. Vos lo vas a hacer.»
Sacó de entre sus ropas una vieja foto tipo carnet en blanco y negro. Una foto que tenía más de treinticinco años. No voy a ahondar en los detalles de las mil horas que estuvimos fumando en su portal.
Me fui con una foto, un nombre: ‘Alejandro’, una profesión: mozo, y un lugar: Bar Zorba.
También me fui con una promesa:
_»Lo voy a encontrar. Dame tres días».
La creación del plan de búsqueda no me dejó dormir esa noche. Tenía que encontrar un bar que había desaparecido hacía más de tres décadas y a alguien que trabajó ahí, quizás una temporada, un mes o una semana, del que solo sabía su primer nombre, Alejandro, pero que podría haber sido conocido por un sobrenombre, en una ciudad que en esos años creció enormemente con gente que venía y se quedaba y otros que venían y se iban. Y una foto, solo una foto, de los ’80, en blanco y negro.
Al otro día, salí del laburo y empecé mi búsqueda según mi plan. Fui a buscar a algún mozo antiguo de la ciudad. Así llegué a ‘Lautaro’s’ y hablé con Lautaro. Me ubicó donde supo estar el Bar Zorba, me dio muchos detalles del lugar y un dato que podía usar, la hija del ‘Griego’ quien fue el dueño del lugar vivía enfrente del Museo, ella podría saber algo, él no recordaba a ningún Alejandro. Pero cuando le mostré la foto una vez más, me dijo:
_»Ese es el brujo!».
_»Cómo?», Lo interrogué.
_»Ese sí, trabajó en el Zorba, rompía las copas con la mente, una vez fue a un programa de canal 13 y dormía a gallos y una vez….»
Y me contó una historia tan difícil de creer que me fui con más dudas de las que entré.
Llegué al Museo, caminé por enfrente, aplaudí y toqué timbres pero el dato de Lautaro se me escurrió, nadie conocía a una señora que podría ser la hija del Griego, el que había sido dueño del Zorba. Otra vez en el punto cero.
Volví a verlo a Lautaro. Mientras cenaba, se le ocurrió otro dato, me dio el apellido de un señor que había sido el cafetero del bar. Lo busqué en Facebook, le envié un mensaje contándole mi búsqueda pero ya era tarde, no respondió. Y me dormí al fin del día primero de los tres prometidos.
Cuando salí de trabajar al día siguiente, tenía un mensaje, era este hombre, el cafetero. Gracias a Dios aún vivía en Río Grande, y me invitó a su casa.
Charlamos muchísimo, su historia en la ciudad, mil detalles del bar, de lo grande que fue, de cómo se vivía en la época, también de coómo conoció ahí mismo a su actual mujer, quien era una de ‘Las chicas de Kenia’. Pero nada supo decirme de un tal Alejandro. Yo buscaba a quien trabajó en el Zorba en 1982 y él había trabajado un año después. Pero me dio apellidos de otros mozos de esa época y fui tras ellos.
Uno tenía dos heladerías, una en el centro y otra en la margen Sur. Lo encontré en la segunda. Después de mucho charlar, no conocía a ningún Alejandro que haya sido compañero de trabajo suyo en aquel bar. Pero me dio el nombre de otro mozo de esa época, coincidentemente el mismo que me había dado anteriormente el cafetero. También me dio su número de teléfono. Y lo llamé.
El hombre vivía en Buenos aires. Muy dispuesto también me contó la historia del bar Zorba pero no recordaba a ningún Alejandro. Decidí incluir un dato, que había obviado…
_»A alguien que le mostré la foto me dijo que era un brujo».
_»Haaaa! El brujo! Sí lo conocí!
Y me ilusioné.
Me contó del brujo, que lo conoció bien, que apenas había llegado a la ciudad y estando las pensiones saturadas, había dormido varias noches en el entretecho de la pensión que estaba a una cuadra del Zorba, donde después fue el ‘Tiempo Fueguino’. Pero que no andaba solo, el brujo siempre estaba con un amigo del cual, él, no recordaba el nombre, pero que sí había trabajado en el bar, pero en otro turno. El Zorba tenía tres turnos. Cada vez estaba más cerca, pero también más lejos. Me sumó un buen dato:
_»Andá a verlo a Rachi, él se va a acordar del brujo, jajaja!».
Y acto seguido, pasó a contarme la misma historia que me había contado Lautaro el día anterior.
_»Una madrugada, salimos de laburar y nos fuimos todos los del bar a la confitería del Hotel Ibarra, nos juntábamos siempre ahí los mozos que laburábamos de noche. Éramos varios, juntamos dos mesas. Justo venía desde el fondo el hijo de la dueña y estaba por salir a la calle y el Brujo le dijo a Rachi, que descreía de sus ‘poderes’:
_»Antes de que salga, a este lo hago dar dos vueltas alrededor de las mesas».
Antes de empujar la puerta de salida, el hombre se paró en seco. Se dio media vuelta, les dijo ‘Buen día» y extrañamente, dio dos vueltas alrededor de las mesas».
No aguanté. Fui a buscar a mi comadre y corrimos a lo de Rachi, que tenía su disquería por Perito Moreno. Lo encontramos justo ahí. Le contamos la historia, la búsqueda, todo el camino que íbamos haciendo. Estaba muy dispuesto a colaborar pero cuando le mostré la foto de Alejandro se inmutó.
_»No, no. Guardá esa foto. Ese es el brujo».
Me sorprendió y guardé la foto. No quería hablar de él. Recordé las historias que me habían contado, no entendí pero respeté su decisión. Pero antes de irnos nos brindó otros detalles, otros nombres que ya había contactado. Confundidos nos fuimos. El papá de Laura era realmente un brujo?
Cuando vencido me volvía a casa, ya en el segundo día de búsqueda, me llama por teléfono el hombre de Buenos Aires con el que había hablado hacía un rato y me da un apellido que recordó, ‘Schaiariti’ o algo así.
No era un apellido común pero no sabía exactamente cómo se escribía, pero lo busqué por Facebook y terminé mirándolo en Google y también en YouTube. Sí, Schiariti era famoso. El famoso vidente y parapsicólogo de otros famosos como Mirta Legrand y Susana Giménez. Increíble no?
No le conté nada a Laura. Y seguí buscando, le mandé un mensaje por Facebook a ‘el brujo’, le conté todo y le envié la foto. Al amanecer del tercer día me desperté con un mensaje en el buzón. Schiariti me respondió, se acordaba de sus días en Río Grande y del Bar Zorba pero me aclaró dos cosas, que era vidente y no brujo y que el de la foto no era él, era su amigo de aventuras sureñas, Alejandro. Pero no recordaba su apellido. Nunca más respondió.
Era la mañana del sábado y ya era el tercer día. Volví tras mis pasos, fui a donde alguna vez fue el Zorba y busqué entre los vecinos de la calle 9 de Julio, en la bajada del Banco TDF, a un cliente asiduo del viejo Bar, aún vivía por ahí, en los fondos, así me habían dado el dato. Y lo encontré.
_»Yo vivía ahí adentro, te daban el Gancia con una picada! No conocí ningún mozo Alejandro, pero de qué año me hablás vos?»
_»Y más o menos, por el año que nació mi amiga, tiene que haber sido en 1982″, contesté esperanzado.
_»Año ’82? Hablá con Ernaga. Él era mozo en ese año. Me acuerdo que con la guerra empapelaban los vidrios y apagaban las luces y a Ernaga lo hacíamos saltar del miedo golpeando las bandejas contra las mesas».
_»Ernaga el parrillero? Marcelo, el que tenía ‘Parrilla las brasas?’
_»Sí, él.» Contestó.
Corrí al auto. Sabía que Marcelo vivía en Chacra Dos, pero no sabía exactamente dónde. Lo busqué, no lo encontré. Le envié mensajes de Facebook a uno de sus hijos preguntando el teléfono de Marcelo, que en realidad no se llama Marcelo. Y me respondió.
Preso de la locura lo llamé. Estaba más cerca que nunca. Encontré a un mozo que había trabajado en el bar en el mismo año que Alejandro, hacía más de treinta años. Estaba cerca, pero lejos.
_»Hola Marcelo, te habla Marcelo el diariero», así inicié.
Y le conté. Y me contó.
_»Sii! Me acuerdo de Alejandro, el amigo del brujo! Trabajó conmigo en el Zorba pero en otro turno. No recuerdo su apellido. Si me acuerdo te llamo, agendo tu número».
Otra vez, con todo pero sin nada.
Me vine a casa casi vencido. Me hice un café y me senté a planear el resto del día y ver qué podía hacer. Era el medio día del tercer día, había avanzado mucho, tenía mucha historia, volví a andar por caminos y lugares que otros habían andado, intentando ver y encontrar a un desconocido.
Y sonó el teléfono. Era Marcelo, el parrillero, recién había cortado con él. No dijo hola, solo gritó:
_»Castaño! Castaño! Ese es el apellido de Alejandro!»
Le agradecí como pude y corté pronto.
Facebook otra vez y por fin lo encontré.
La misma cara tres décadas después. Flaco, con facha y pelo largo. Era él. Miré sus publicaciones, lo investigué. Vivía en Ushuaia, había tenido un restaurante, tenía más hijos pero hacía unas semanas que no publicaba nada.
El apellido no era común, busqué a sus hijos, los encontré en fotos con él. Un fuego me quemaba y urgente quería dar aviso a mi comadre. Lo encontré! Los encontré! Tenés hermanos!
Gracias a Dios me tomé un respiro. No le avisé nada a Laura y seguí investigando. Llegué al perfil de Almendra Castaño, su hija, y tristemente lei publicaciones recientes dándole el pésame por el fallecimiento de su padre. Alejandro ya no estaba.
Puede la vida ser tan injusta?
Contacté a una señora, amiga de Alejando, para intentar confirmar si todo lo que investigué era real.
Era un choque. Era una locura. En pleno duelo, puede aparecer alguien sosteniendo ser una posible hija ante sus posibles hermanos? Qué locura.
No me rendí. Dejé una puerta abierta. Entre los contactos de Almendra, busqué a quién enviarle un mensaje. Me pareció ideal que sea su ex marido, papá de su nena, él podría ayudarme. Con solo haber sido parte de los Castaño podría brindarme los datos necesarios, no era familia pero estuvo adentro.
Lo contacté, me respondió, le conté y entendió. Le dije:
_»Solo quiero que en algún momento, algún día, se puedan contactar».
Él fué sintáctico.
_»Enviame fotos de tu comadre. Yo te voy a decir si son hermanos. Los Castaño tienen el gen muy fuerte».
Se las envié.
_»Si, es hija de Alejandro, yo me encargo».
A los días, uno de los hijos de Alejandro contactó a Laura. A los días se encontraron. Una vida nueva de siete hermanos, que aunque algunos son de diferentes madres son todos casi idénticos. Idénticos…quizás demasiado.
Las dos únicas mujeres, Laura y Almendra, con años de diferencia, son gemelas. El día que se conocieron no fue para nada fácil, pero aún entre silencios y sentimientos extraños no pudieron negar ser mutuamente un reflejo.
Como fue pasando el tiempo y aún viviendo en ciudades distintas, se fueron uniendo. Y resultó ser que casualmente tenían el mismo tatuaje, y que cuando fueron juntas por primera vez a una heladería pidieron exactamente los mismos sabores, y que también tienen los mismos pánicos, y resulta que nadie, estando de espaldas, puede diferenciar sus voces, ni sus risas y mucho menos sus carcajadas. Los mismos gestos, la mirada. Y hasta lo inexplicable, como cuando una se embaraza y la otra está descompuesta nueve meses.
Y se aman.
Orgullosamente cumplí mi promesa y encontré a Alejandro en tres días.
Mi amiga y comadre encontró mucho más.
Alguien puede realmente explicar las vueltas de la vida y todos sus recovecos?
Quizás no.
Pero gratamente suceden.
(relato completo publicado por Marcelo Ledesma en su Facebook)
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