(Por Fernando Bianculli, enviado especial) Que «Lío» Messi se haya consagrado al fin este domingo campeón mundial con la selección argentina representa un acto de paz, un hecho de estricta justicia deportiva hacia un futbolista de leyenda, que desafió -y desafía- todos los límites de la estética y la estadística.
Hubiera sido un daño irreparable para el fútbol que una figura de su trascendencia histórica no supiera cuánto pesa el trofeo de 6,170 kilos de oro macizo, ese que con ojos despojados contempló tan cerca y tan lejos en el Maracaná y que esta noche recibió de mano del presidente de FIFA, con la bata que le entregó el emir de Qatar.
Si el desenlace iba a ser este de hoy en Lusail, con la copa bien alta en sus manos, con su sonrisa plena nacida del alma y con lágrimas de felicidad en el rostro de los todos argentinos en el estadio, bien valió la pena el espinoso camino recorrido desde su debut hace 17 años.
Pero antes de ese instante eterno tuvo que sufrir a extremos desquiciados, al punto de sentir de cerca el riesgo de perderlo todo, de volver a las peores sensaciones, después de haber marcado dos goles en la final de lo que fue -definitivamente- su Mundial.
Cuán lejos quedaron las críticas despiadadas, la desconfianza sobre su amor por la camiseta, la subestimación de su liderazgo, las frustraciones por las finales perdidas y aquella renuncia producto de la impotencia por no conseguir lo que más deseaba a lo largo de su brillante carrera: ser campeón con Argentina.
«Se terminó la selección para mí, ya está, es por el bien de todos. Me duele más que a ninguno no poder ser campeón con Argentina. Lo busqué, era lo que más quería pero no se me dio. Son cuatro finales perdidas, tres seguidas… Es una lástima pero tiene que ser así», declaró un Messi asolado después de caer ante Chile en la Copa América del Centenario, el 27 de junio de 2016.
Aquella noche en el MetLife Stadium de Nueva York falló su penal en la tanda de definición y el final de la historia fue idéntico al de un año antes cuando los transandinos festejaron de locales la Copa América 2015.
La maldición de Messi había comenzado en Venezuela 2007 con un plantel de estrellas (Ayala, Zanetti, Verón, Mascherano, Cambiasso, Aimar, Riquelme, Crespo, Tevez y Saviola, entre otros) y continuado en el Mundial de Brasil con la generación ganadora de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos Beijing 2008.
Los títulos, los récords, los goles, los Balones de Oro y las jornadas épicas con Barcelona no hacían más que exponer el contraste de lo vivido con la Selección, a la que decidió regresar en menos de tres meses impulsado por su compromiso con los colores y su espíritu competitivo.
En el contexto de una AFA descabezada tras la muerte de Julio Grondona, con un proyecto de selecciones tambaleante, el capitán volvió a intentarlo y se golpeó fuertemente en Rusia 2018, su cuarto Mundial, a los 31 años.
El calendario le presentaba Qatar 2022 como la última oportunidad, pero antes había que reconstruir una Selección devastada tras el paso de Jorge Sampaoli. La ausencia de compromisos oficiales hasta el año siguiente posibilitó que se hiciera cargo de forma interina un excolaborador de Sampaoli, a cargo del seleccionado Sub 20 y sin experiencia en la dirección técnica.
Messi no se incorporó al ciclo de Lionel Scaloni hasta marzo de 2019 para un amistoso ante Venezuela y el resultado, derrota 1-3 en Madrid, parecía acelerar el proceso de búsqueda de un nuevo DT.
Sin embargo, la incorporación de nuevos colaboradores, todos de respetable trayectoria como futbolistas de la Selección, le dieron vida al ciclo hasta la Copa América 2019, en la que Argentina terminó tercera por una injusta derrota ante Brasil en semifinales.
Scaloni supo tocar las teclas para formar un nuevo grupo de jóvenes, que rodeada a un Messi maduro pero igualmente genial. «Tuve que adaptarme a un grupo ya formado», reveló tiempo después cuando la campaña marchaba sobre rieles.
Superada la pandemia ocurrió lo mejor: la aparición de un equipo cada vez más confiable y de un plantel que trabó lazos indestructibles. El buen inicio de Eliminatorias preparó al equipo para el momento del click, la Copa América 2021, ganada a Brasil en el Maracaná con el «sombrerito» eterno de Ángel Di María.
Con 34 años recién cumplidos, Leo Messi lideró la Selección que sepultó la sequía de 28 años sin títulos y pudo gritar campeón por primera vez con la mayor. La redención tan anhelada había llegado en las condiciones ideales. Maracanazo liberador.
Allí nació el encanto del hincha con la Scaloneta y una atmósfera de unidad que alentó a nuevos triunfos, con Messi cada vez más a gusto, sin las presiones por transformarse en el salvador en cada partido. La cómoda clasificación al Mundial, la Finalissima y el invicto más importante de la historia (36 partidos) fluyeron con naturalidad.
Messi afrontó el Mundial de Qatar con múltiples desafíos y los superó con la misma simpleza que elimina a sus rivales dentro de la cancha. Desplegó un festival de goles, asistencias y récords con un liderazgo incuestionable. Hizo el mejor Mundial de su carrera para terminar con todo tipo de discusión.
Se transformó en el futbolista con más partidos y en el argentino más goleador de la historia de la Copa del Mundo. Llevó a la Selección de la mano en cada instancia y alcanzó la gloria en su última presentación por la máxima competencia FIFA. ¿Quién hubiera escrito un mejor final?
Nadie que no tuviera una zurda de trazo fino, una varita escondida debajo de la media y el botín, capaz de generar una noche mágica, no exenta de sufrimiento, como la de hoy en Lusail. Bienvenido Leo a la mesa de Di Stéfano, Pelé y Maradona, los dueños de la historia de este deporte. Todo está en su lugar.
Comentarios