Los últimos ochenta granaderos entraron silenciosamente en la ciudad y, como si se tratara de guerreros vencidos y no de magníficos centauros de la victoria, fueron entregando uno a uno sus sables en la Casa de Gobierno. Era 1826, y el general José de San Martín había partido al exilio y se había convertido en mala palabra para los señores porteños. «No queda un solo español armado en la América», declaró a viva voz el oficial de mayor rango de la columna a las autoridades nacionales, que los recibían en Buenos Aires con sospecha y recelo. De inmediato se desarmó el glorioso regimiento que había formado San Martín, que había fundado la caballería profesional en las Provincias Unidas y que había vivido triunfos y derrotas, aventuras y amargas proezas por medio continente, y que había estado a la vanguardia de la guerra de la independencia.
El actual regimiento, recreado en 1903, no es sino un homenaje más o menos formal de aquel verdadero grupo de comandos, que San Martín convirtió en una escuela de honor y en una máquina de guerra. Aquellos primeros granaderos, lejos de la imagen pasteurizada que nos venden los manuales escolares y la historia oficial, eran en realidad feroces soldados profesionales que temían más a su líder que al enemigo.
La épica de los granaderos fue utilizada políticamente por liberales y nacionalistas, y capturada por dictaduras militares. Pero sobrevivieron a esas manipulaciones y mantienen, con justicia, un halo de heroísmo ejemplar e intocable. Mi generación jugaba de chico con soldaditos de plástico de vaqueros y granaderos a caballo. Y no hay escuela que no desee tener un granadero en un acto patrio. Este regimiento de homenaje y fanfarria, que está a cargo lateralmente de la custodia presidencial, mantiene el glamour de las viejas glorias. Un país que no puede rendirles culto a sus héroes es un país errático y descompuesto destinado al eterno fracaso.
Tiene la presidenta de la Nación, como comandante en jefa del Ejército, toda la autoridad para disponer del regimiento, como lo hizo ayer. Sin embargo, una cosa es la legalidad y otra muy distinta la legitimidad. Retirar a los granaderos de un ritual histórico y cultural a raíz de una interna política es algo infame que repugnaría a San Martín y que pondría a los granaderos originales al borde del odio.
Un presidente de la República no está habilitado para hacer cualquier cosa con los granaderos. Por ejemplo, ni Néstor ni Cristina podrían hacerlos desfilar en El Calafate para una reunión familiar. Y no estoy dando ideas. La jefatura del comando tiene sus reglas. Lo otro sería no distinguir entre gobierno y Estado, desliz madrugador que los Kirchner cometen a diario y pecado mortal que San Martín no se hubiera permitido. ¿Castigar a un vicepresidente de la Nación sin reparar en los mínimos rituales simbólicos de la patria y la memoria? ¿Por qué tanta desesperación, por qué vale todo?
El hijo célebre de Yapeyú tenía una frase bastante gráfica para explicar las mezquindades desesperadas en las que suelen caer quienes sienten que están perdiendo el poder. El Gran Capitán decía: «El que se ahoga no repara en lo que se agarra».
Jorge Fernández Díaz
(*) Jorge Fernández Díaz nació en Palermo, Buenos Aires, en julio de 1960. Es escritor y periodista. Durante 24 años fue alternativamente cronista policial, periodista de investigación, analista político, jefe de redacción de diarios y director de revistas. Dirigió la revista Noticias. Es actualmente secretario de redacción de La Nación y director de Adn Cultura.
Fuente: La Nacion