Lejos de la corrección política de estos tiempos neutros en la F-1, el finlandés eligió un seudónimo muy llamativo cuando a comienzos de año participó de una carrera de trineos a motor. Su contrato con Ferrari le impide tomar parte en acontecimientos de peligro, por lo cual se anotó con otro nombre. “James Hunt”. < ?xml:namespace prefix = o ns = "urn:schemas-microsoft-com:office:office" />
Nadie imagina a Hamilton transgrediendo el límite de esa manera. El nuevo monarca de la F-1 es el Chico 10, el juguete perfecto de Ron Dennis. Hace 10 o 20 años, las cámaras de TV mostraban mujeres infernales en los boxes. Lo que más se ve hoy en la pantalla es a Anthony Hamilton, el padre de Lewis, que de sexy no tiene nada…
Es peligroso porque la consagración ha exasperado la mecánica de la manipulación en la F-1. En el sentido contrario al que Raikkonen todavía (aunque por muy poco, parece) pretende corporizar. El triunfo de Hamilton es la victoria del Gran Hermano, con todo lo trágico que supone ser eso en un deporte en el que la velocidad es el grado máximo de libertad que el ser humano puede conquistar.
McLaren hace sus coches en Woking, sus motores en Brixworth. Sus gomas son las mismas que las que usa el resto de la categoría, pero también están controladas. Todas las piezas se construyen bajo acción directa o control a cargo.
Hasta ahora, el único elemento que estaba a salvo de eso era el piloto. El espíritu libre.
Cuando Gilles Villeneuve corría para Ferrari, vivía en Mónaco. En la época en la que era coequiper de Jody Scheckter, y desde Maranello los llamaban a probar, competían a lo largo de las autostradas para ver quién viajaba más tiempo sin tocar el freno.
Nadie puede imaginar a Hamilton haciendo algo similar. Se sube a su jet privado en Suiza y aterriza en Silverstone. No puede hacerlo más de cinco días al año porque es un exiliado fiscal: se salva así de pagar 20 a 30 millones de libras esterlinas al Gobierno de Su Majestad.
El inglés es la última pieza de McLaren. Lo fabricaron a su medida, Lo contrataron de pibe, le pagaron la carrera, lo fueron llevando de una categoría a otra, y cuando estuvo maduro le hicieron pegar el salto. Podría decirse que Hamilton devolvió esa dedicación, esa atención, con un título mundial. Sería mentira, claro.
Porque Hamilton había perdido el título: cuando uno reconstruye la historia de las dos fantásticas vueltas finales de Interlagos entiende que, si hubiera sido por el inglés, el campeón hoy sería Felipe Massa. Lo cuenta Ron Dennis: se pasaron toda la carrera dándole instrucciones por radio.
Cito al patrón de McLaren: “Le íbamos diciendo, correte de allí, movete acá, movete allá… ¿cómo estaba él? Bueno, silencioso durante esas dos vueltas. Solamente le decíamos lo que necesitaba saber…”.
Lo que necesitaba saber era que tenía que correr a Timo Glock, que entró en la última vuelta del GP 13 segundos delante suyo. Imposible que Hamilton se hubiera percatado del gambito desde dentro de su cockpit. Imposible.
Las carreras de autos son interesantes por los autos, por la tecnología involucrada, pero especialmente por los pilotos. Por el factor humano. Por esa reserva de actitud que solo está reservada a los más grandes, a los que uno puede admirar porque sabe que es capaz de producir los actos de coraje, arrojo, temeridad y pericia solo reservado a muy pocos.
Con Hamilton desaparece el factor humano. Se consagra el piloto robot. El que se fabrica, sigue instrucciones y, finalmente, se consagra campeón mundial.
Es peligroso para la supervivencia del automovilismo.
Por: Pablo Vignone – Carburando