El transporte público de pasajeros y el estacionamiento de vehículos en la ciudad de Río Grande son dos temas de los que hace años se habla y no se resuelven, no apareciendo en el debate ideas ni propuestas que permitan avizorar en el futuro inmediato una solución adecuada.
Como todo tema que atraviesa desde derechos elementales de las personas y de las sociedades, como lo son la movilidad y el espacio público, hasta cuestiones económicas, los problemas del transporte urbano y del estacionamiento interpelan a la inteligencia y a la creatividad de todos y todas, especialmente de gobernantes.
Sin embargo creemos que no es ésa la base desde la cual se aborda la cuestión que nos convoca, la cual más bien transita sobre aspectos tocantes a negocios empresariales y políticos, ajenos a los intereses de la mayoría del pueblo, único titular de los derechos involucrados, en una democracia que se precie.
En Nuevo Encuentro desde hace tiempo sostenemos que la resolución definitiva de algunos problemas históricos que nos aquejan dejaría a varios sin discurso ni plataforma de los cuales viven políticamente, y los temas aquí mencionados son dos ejemplos de ello: no se resuelven, no tanto porque sea imposible o difícil, como por la inexistencia de interés real en resolverlos; se los preserva o recicla porque prevalece el interés en seguir teniendo de qué hablar, sin tener que esforzar la cabeza en detectar ni encarar problemas nuevos que siempre, por la misma naturaleza dinámica de la sociedad, van apareciendo.
Ni hablar de cultivar la conciencia de la necesidad de encarar los problemas, más que por sus exteriorizaciones episódicas, por sus causas sistémicas (como el gomero que emparcha una rueda sin sacarle el clavo).
Veamos por parte: el estacionamiento medido se aplicó durante algún tiempo. Ni la gente dejó de movilizarse en auto por tener que pagar para estacionar en determinadas áreas del centro de la ciudad, ni el estacionamiento se ordenó; vale decir, del punto de vista de los objetivos declarados, la medida fracasó totalmente. El fracaso se procesó
‘cambiando el objetivo’, que pasó a ser la recaudación de una asociación concesionaria o
‘el empleo’ de quienes la única contraprestación que brindaban por pagar era la entrega de una boleta, no sin exponerse al frío, al sol, al viento, a la lluvia, al maltrato de automovilistas y empleadores, al riesgo de sufrir accidentes.
Tras varios años de acumulación de perjuicios sociales, de verborrea discursiva desperdiciando el intelecto y el tiempo de las gentes de medios y del pueblo, se abandonó el sistema –no sin antes insistir en intentar preservarlo cambiando la concesionaria- y a partir de allí se empezó a hablar de la futura implementación de un sistema automático, interviniendo el paisaje urbano con parquímetros o máquinas carísimas que duran un tiempo y que luego pasan a ser basura electrónica de difícil disposición final, por falta del know how local a niveles de tecnología y software.
Todavía tampoco se hizo, y por nuestra parte bregamos por que no se haga, para no repetir fracasos que incluyen sacarle plata a la gente que seguirá circulando en auto sin que el estacionamiento se ordene y sin que el espacio público se aproveche mejor para el relacionamiento social que nos hace mejor pueblo. El frustrante balance futuro casi seguro volverá a ser que el negocio político de seguir hablando del tema se preservó, que alguna empresa se alzó con algunos millones por unos armatostes descartables y sus sistemas que pagamos todos y todas, que el problema que se supone se quería resolver sigue intacto, y que la impunidad se volverá a establecer en derredor del perjuicio social y económico perpetrado.
Mientras tanto y a la par seguiremos padeciendo colectivos, taxis, remises, garitas, demoras, intemperies… que seguirán editando nuevos volúmenes del culebrón que ocupará horas y kilómetros de medios de comunicación que distraen a Doña María y a Don Pedro.
El gancho que proponemos entre ambos temas expresa que el tránsito vehicular y el estacionamiento en la ciudad se ordenan con más gente utilizando el transporte público en la mayor cantidad posible de ocasiones lo cual, a su vez, sólo se logra con un servicio de calidad, diverso, regular, económico y seguro. Luego también se ordenan con otras medidas coadyuvantes, como la existencia de playas de estacionamiento alternativas a la pura calle; pero concentrémonos por ahora en el transporte.
Dejemos para otra ocasión temas de taxis y remises, como cantidades de licencias, tiempos y modos de trabajo, o tarifas. Dejemos asimismo para después otras alternativas que podríamos discutir, como el ‘taxi colectivo’ o el tan polémico ‘uber’. Enfoquémonos por ahora en el transporte colectivo urbano.
Diferentes empresas se han turnado en el negocio a lo largo de los años; todas se manifestaron disconformes; a veces el cambio de empresa capaz que sólo ‘se aparentó’; el servicio nunca fue óptimo; y al último llamado a licitación ninguna se presentó ni manifestó interés.
Asentemos de entrada que según ‘la naturaleza misma de las cosas’ ninguna empresa desarrolla una actividad ‘a pérdida’. Esto es así con independencia de lo que digan los empresarios, para los cuales también parece ‘la naturaleza’ prevé que nunca están conformes o, lo que es lo mismo, que siempre quieren más. Pueden ganar más, o pueden ganar menos; pero si pierden se dedican a otra cosa; no existen filántropos en el mundo empresarial ni clase alguna de gente capaz de llevar adelante un negocio por pura vocación de servicio social.
Entonces las razones del fracaso hay que buscarlas más en la maximización de ganancias que en el carácter anti económico de la actividad. Para la lógica neoliberal imperante ‘hay que tratar de recaudar lo más que se pueda gastando lo menos posible, sin importar la calidad del bien o servicio que se venda o produzca’. Esto se traduce en menos coches, menos mantenimiento, menos choferes, menos frecuencias con tal de que se acumulen pasajeros esperando y cada vuelta rinda como producto de dos o tres coches con los gastos de uno.
El problema es que esa lógica productivista no se aplique, por ejemplo, a la fabricación de zapatos, sino a un servicio público donde, en teoría, subyace la responsabilidad del Estado como última ratio, y el interés del pueblo usuario prevalece por sobre los intereses lucrativos del prestador de que se trate.
Cuando se emprende un servicio público con la misma lógica con que se puede fabricar zapatos lo que hay es un Estado que fracasa porque su conducción ha sido ganada por la lógica empresarial neoliberal y utiliza el interés público como mero slogan de márquetin. Pero éste es un tema más complejo volvamos a los colectivos.
Grosso modo, una empresa al frente de una actividad económica transcurre como un juego entre los ingresos y los gastos, detrás de la consecución de un objetivo que es la satisfacción de una necesidad (utilizamos en sentido genérico el término gastos, sin mayores precisiones contables que los diferencien, por ejemplo, de inversiones).
En el caso que nos ocupa, algunos gastos o erogaciones principales (lo que hay que tener, comprar, hacer… lo que hay que pagar) podríamos decir que son coches, mantenimiento y reparaciones, combustible, salarios, tributos en general.
También otros gastos operativos propios de la existencia de toda persona física o jurídica como pueden ser el alquiler de una sede y los servicios como luz, gas, agua o teléfono; honorarios de abogados y contadores, etc.
Y los ingresos, también a vuelo de pájaro, con que se cubren esas erogaciones dejando un margen ‘limpio’ que sería la renta, utilidad, ganancia, excedente o resultado económico, son básicamente dos: lo que los pasajeros pagamos en concepto de boleto y los subsidios que pagamos desde el presupuesto público (incluyendo en este concepto la compensación por el traslado total o parcialmente bonificado de determinados pasajeros).
Las dos variables de ingreso se mueven; por momentos aumenta el boleto, por momentos aumenta el subsidio. Pero el rango de juego o movilidad de las mismas siempre garantiza que lo que la prestadora recauda alcance para cubrir lo que genéricamente hemos denominado gastos, dejando también el referido margen de ganancia habida cuenta del carácter no filantrópico aludido.
Una parte de las utilidades los empresarios la gastan en su propio vivir y otra parte debieran reinvertirla en el negocio, sea para que la empresa crezca o sea por lo menos para que se mantenga en condiciones de seguir encarando la misma actividad alcanzando estándares razonablemente satisfactorios a la clientela (usuarios y gobierno).
En la lógica neoliberal antedicha la tendencia es a reinvertir lo menos posible y distribuir utilidades lo más que se pueda; el ‘producto’ con el que se trabaja no es propio (todo servicio público pertenece al Estado); el interés y la responsabilidad por que la cuestión funcione más o menos bien es ‘de otros’; por tanto ‘el negocio’ es que ante cualquier problema económico o financiero por falta de inversiones salga el pueblo ‘a poner’, vía boleto o vía mayores subsidios del presupuesto público, logrado lo cual nada mejora todo sigue igual y dale que va.
Entonces si siempre la pone el pueblo (por las dos vías individual y colectiva referidas), para que se le preste un servicio irregular, que dista mucho de ser digno como corresponde a un derecho elemental, con el único ‘agregado’ extra estadual de la ganancia de una empresa que no tiene interés, no es responsable ni garante, hay que ser necios para seguir reproduciendo el esquema. Gobernantes que sostienen discursos, propuestas o discusiones tomando la necedad de la población como ‘dato’ que es piso y techo de producción socio política, al igual que comunicadores que les dan volumen, merecen ser analizados aparte, aunque dicen que ‘la culpa no es del chancho…’ (si después damos la vuelta al mundo con titulares del tipo “papelón en la ONU del presidente” tal o cual, no nos quejemos).
El punto es que con las mismas fuentes de ingresos (boletos de pasajeros y presupuesto público) y con los mismos gastos en coches, mantenimiento y salarios, pero ahorrándonos los impuestos y las ganancias empresariales, el servicio lo puede prestar directamente el
Estado el cual, a diferencia de la empresa, sí tiene interés, es responsable y garante del servicio en condiciones de dignidad humana.
Lo que el Estado al frente del transporte colectivo urbano se ahorra en impuestos y ganancias de empresarios privados lo destina a duplicar la dotación de coches como para asegurar una mejor frecuencia. Los trabajadores de la empresa ganan estabilidad. La optimización del servicio atrae más pasajeros con lo cual también por esta vía se recauda más. Como más gente utiliza el transporte público se agiliza el tránsito, se ordena el estacionamiento, se libera el espacio público y hasta podemos pensar en el futuro establecimiento de un sector peatonal, que favorece la interacción social que nos pacifica, que estimula el vital ejercicio de la caminata al aire libre en condiciones de tranquilidad y seguridad de quien no se estresa esquivando la muerte en cada semáforo, que fortalece nuestra identidad colectiva, y un par de beneficios más, todo por dos pesos y un poco menos de habladuría.
Otra alternativa basada en los mismos valores y razones y que el Estado puede estimular y apoyar es la de la cooperativización de los trabajadores de la rama. Al igual que el Estado la cooperativa no distribuye utilidades; sólo debe cubrir gastos de capital y operativos, más salarios, y puede contar con un trato impositivo preferente. Los principios que sustentan las cooperativas son contrapuestos a los del empresariado capitalista neoliberal; son entidades que se comprometen con el entorno social del cual son parte y al cual brindan respuestas; abiertas a la participación y al control populares y democráticos; y nos hacen también mejor sociedad.
(¿Cuántas veces hay que fracasar en el intento de hacer algo bien, para convencerse de que es necesario buscar otro modo de hacerlo?).
Abogado Osvaldo LOPEZ – Senador (M.C.) – Nuevo Encuentro
TDF – 26/9/16.
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