Yo quiero morir con mi orquesta», dijo una vez cuando su agrupación ya había cumplido medio siglo de actividad. Y aunque ya eran tiempos de vacas flacas y conjuntos pequeños, Leopoldo Federico seguía manteniendo esa estructura de orquesta típica como si nada hubiera cambiado. Tal vez ese empecinamiento tenía relación con aquel chico que en los años ‘40 se tomaba el tranvía en su barrio para ir al Centro a ver agrupaciones que, unos años después, lo tendrían en sus filas. Lo cierto es que se dio el gusto: ayer murió Leopoldo Federico, ‘el último de los mohicanos’, como solía presentarlo el gran Antonio Carrizo. Y hasta que la salud lo alejó de los escenarios, su orquesta siguió allí, haciéndose escuchar.
Había nacido el 12 de enero de 1927 (estaba por cumplir 88 años) en una casa de la calle Sarmiento, entre Paso y Larrea, corazón de Balvanera. Hijo mayor del matrimonio de Luis Federico y Virginia Rainone, le pusieron Leopoldo porque ése era el nombre de un tío, hermano de su papá. En aquel hogar eran más los faltantes que los lujos. Por eso aquella infancia no fue de lo mejor. Pero lo que sobraba era tango, ya que su papá tocaba el bandoneón de oído. Y su tío Francisco «Chilo» Rainone era el motivador para que Leo siguiera en los programas de Radio El Mundo o Belgrano ese sonido mágico de los fueyes.
Por eso fue que a los 12 años, apenas terminada la primaria, aquel chico regordete y de fuerte contextura ya fue a estudiar bandoneón, un instrumento que enamora fácil, pero que exige mucho. «Es como manejar cuatro teclados porque la misma tecla tiene un sonido abriendo y otro cerrando, y uno no puede mirar dónde pone los dedos como en otros instrumentos», contó una vez a Clarín el mismo Leopoldo para graficar las dificultades de ese «gusano asmático», como gustaba definir al bandoneón el Alemán Jorge Göttling, su gran amigo.
El viento cambió cuando a fines de 1943 Federico empezó a trabajar en el Tabarís. Cuando volvía de tocar, por la mañana, atendía la carbonería de su papá mientras él salía a hacer el reparto. El muchacho tenía 16 años y ya empezaba a entreverarse en el ambiente del tango. Atrás quedaban los tiempos en que juntaba los desechos de plomo en unas imprentas para llevarlos a una fundición o cuando aventaba una fragua junto a un herrero que trabajaba en el yunque. En el cabaret ganaba 200 pesos por mes. «Cuando me lo dijeron casi me muero», recordó años después.
De ahí en más «el Gordo» Leopoldo Federico (a los 20 años pesaba 140 kilos) y su bandoneón fueron una sola pieza. Y comenzó la seguidilla de actuaciones con grandes figuras como Juan Carlos Cobián, Emilio Balcarce, Alfredo Gobbi, Osmar Maderna, Carlos Di Sarli, Héctor Stamponi, Lucio Demare, Osvaldo Manzi y Horacio Salgán. Pero todavía faltaba una sorpresa mayor: la convocatoria que le hizo Astor Piazzolla para que integrara su orquesta. La sugerencia había sido de Roberto Di Filippo, uno de los más grandes bandoneonistas de la historia. Federico diría más tarde: «Aquello fue como tirarse bajo un tren porque la orquesta tenía unas variaciones bastante complicadas».
Pero después hubo otra etapa con Astor dentro de un grupo que hizo historia: el Octeto Buenos Aires que dirigía Piazzolla. Eran los tiempos de la ruptura, de la superación, cuando el genial creador de Adiós Nonino, Fracanapa o Prepárense, mantenía su guerra personal con los tradicionalistas que lo acusaban de no hacer tango. «Nosotros estábamos afuera de esa batalla; lo único que nos importaba era el honor de afirmar que éramos los músicos de Piazzolla y eso nos hacía felices», explicó Leopoldo sobre aquella etapa.
Luego de una corta etapa en la que formó una orquesta junto con Atilio Stampone, lo nombraron al frente de la orquesta estable de Radio Belgrano, algo común para aquellos tiempos en que las radios tenían conjuntos permanentes para acompañar a cantantes o para hacer música en vivo. Y cuando llegaba el tiempo en que las orquestas se disolvían, Leopoldo Federico creaba la suya.
Era 1958 y ya empezaba el tiempo del twist, el rock y la Nueva Ola. Pero él no se achicó. Y cuando ya creía que era el momento de vivir serenamente, llegaría otro sacudón: la propuesta de acompañar con su orquesta al uruguayo Julio Sosa, quien estaba independizándose para convertirse en solista. Al principio Federico dijo que no. Estaba cómodo en la radio. Pero después lo convencieron y empezó a formar rubro con Sosa. De todas maneras lo que quedó claro desde un principio fue la presentación: serían «Julio Sosa y la orquesta de Leopoldo Federico». Según confesó el propio director hace un par de años, «empezamos como un rubro musical y al poco tiempo me di cuenta que estaba acompañando a un amigo».
La etapa con Sosa (arrancó en 1961 y terminó en 1964 con la trágica muerte del cantor) fue determinante para Federico pero también para el tango. Julio Sosa fue una locomotora que arrastró a muchos jóvenes hacia esa música en los tiempos en que todos la daban por muerta. Y el aporte que Leopoldo hizo con su orquesta le puso el marco ideal a unas actuaciones y a unas grabaciones que todavía siguen dando que hablar aunque haya pasado más de medio siglo.
Maestro genial, creador e innovador, Leopoldo Federico estará para siempre entre los más grandes. Eso será así no sólo por su talento como músico, sino por su calidad humana y su criterio para incorporar a su orquesta a muchos jóvenes. El había creído hace un par de décadas que el tango se terminaba con los de su generación.
Sin embargo, en los últimos años descubrió estas nuevas generaciones que aquí y en el mundo ponen su esfuerzo en el estudio y el trabajo para seguir su ejemplo de luchador incansable.
Es el mismo esfuerzo que desde hace años él puso en la Asociación Argentina de Interpretes (AADI), institución que lucha por los derechos de quienes interpretan y difunden las obras que los autores componen. Hace unos meses Federico había sido reelecto como su presidente, cargo al que le hizo honor con su trabajo y su honestidad hasta su muerte.
Ayer el Doble A de Leopoldo Federico se quedó en silencio. Pero su nombre estará siempre en recuerdo de quienes supieron de su don de buena persona. Porque recordar significa pasar dos veces por el corazón y eso será lo que haga cada uno cada vez que lo nombre. El será una figura fundamental en el Olimpo del tango de aquí y del mundo. Tal vez como ejemplo de esto se pueda citar el nombre de una orquesta tanguera de Japón, país al que viajó siete veces para deleite de sus muchos seguidores. La orquesta se llama «Astrorico», por la conjunción del nombre de tres genios del bandoneón: Astor, Troilo y Federico.
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