Como en ninguna de sus visitas anteriores, esta llegada de Martha Argerich y Daniel Barenboim al Colón está teñida de una nostalgia muy particular que se percibe apenas se los ve entrar al escenario, cuando se observa a Barenboim tironear ligera y paternalmente la mano de Argerich, quien, con sus pasitos cortos y su aire aniñado, saluda casi distraída la ovación del público. La escena entrañable evoca los años dorados de un país que acunó tamañas personalidades artísticas, pero despierta, al mismo tiempo, ese mágico sentimiento que Borges capturó en Nostalgia del presente: la extraña conciencia de saber que se está viviendo un momento único y consecuente ansiedad por disfrutarlo y atesorarlo.
En esa atmósfera, el programa es casi un trámite que dará testimonio de la química del dúo. Y por esa misma razón los apuntes críticos parecen sobrar. Pero, puestos en la tarea de apuntar, hay que decir que el balance del dúo no fue muy bueno.
Los dos pianos se colocaron con sus teclados alineados en lugar de con sus colas enfrentadas, y es difícil entender por qué, una vez dispuestos los pianos de ese modo, no se quitó la tapa del primer instrumento. Todo fue en contra de la proyección del sonido del segundo piano: en una sala a la italiana y con un escenario cargado de público, el sonido del piano más alejado del proscenio quedó casi ahogado.
Las diferencias de balance se hicieron más notables en las obras en las que Barenboim tocó el primer piano: el sonido de los martillos y algunos problemas de registro se sumaban a la mayor resonancia del instrumento.
Es difícil saber si los músicos sufrieron también con ese desbalance, pero se puede decir que a Argerich se la vio -y, sobre todo, se la escuchó- mucho más cómoda en las Variaciones sobre un tema original de Schubert que en el resto del programa. Enmarcados en un ritmo de marcha ligera y amable, esos dúos y cánones se escucharon con la serenidad de un paseo sin obstáculos, un diálogo en el que no es necesario forzar la voz para ser oído.
En cambio, con Barenboim en el primer piano, la textura transparente de la Sonata en Re mayor de Mozart sufrió algún daño, aunque hay que decir que la ejecución tuvo momentos chispeantes, especialmente en los movimientos más rápidos, y que fue preciosa la manera demorada con la que Barenboim regresó al tema en el último movimiento.
También La consagración de la primavera, de Stravinski, que se hizo a dos pianos y no en uno solo como sugiere la transcripción, padeció el mismo desequilibrio. De cualquier modo, la versión tuvo una corriente rítmica potente y sorprendente fineza tímbrica en las líneas de canto.
Los bises fueron generosos: Andante y variaciones, de Schumann, con dos chelos y corno de la Orquesta DEWO, un Bailecito de Guastavino, con el que Barenboim propuso celebrar un día muy especial para los argentinos (probablemente en alusión a la recuperación del nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo), el vals de la Suite nº 2 de Rachmaninov y la Brasileira de la suite Scaramouche, de Milhaud.
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