Dicen que en los momentos difíciles se ven las verdaderas personalidades de los protagonistas, se muestran las virtudes y los vicios. Nada es más real que la crisis y la reacción ante el peligro, así es que seguramente observaremos todo tipo de comportamientos frente a la catástrofe anunciada que se avecina.
Además, somos hijos del rigor y el papel de malevos retobados nos queda como traje a medida para criticar y despotricar contra el contexto y aquellos que consideramos culpables.
Por otra parte, en esta Nación hemos nacido para las respuestas rápidas y perspicaces. El que no es especialista en casi todas las materias, es director técnico o profesor prácticamente de cualquier disciplina. Ante lo cual, ningún responsable de la miseria generalizada se salvará de nuestro juicio inútil pero asertivo.
En cada ciudadano y en cada ciudadana existe una explicación racional y una lógica inevitable de la decadencia del país. Una experiencia indiscutible. Por eso enfrentaremos la tormenta con una identidad cultural conseguida a fuerza de errores, revisiones y malversaciones de la historia, como en cualquier región del planeta tierra, por cierto.
A su vez, luego de caer a lo más profundo sólo se tiene una dirección posible y es hacia arriba, pero ¿Cuándo podemos reconocer que hemos tocado fondo?. ¿Cuánto más puede resistir el oxidado engranaje de la paz social en un clima de tensión permanente debido al encarecimiento brutal de los precios?.
Para colmo de males, la Argentina vive un momento en que se parece más al psiquiátrico de una familia con todas las enfermedades de la era moderna, que a un país organizado, hecho y derecho (o al menos organizado).
Es la clásica pelea entre hermanos, la separación matrimonial, el conflicto constante que se convierte en un todos contra todos, en un «sálvese quien pueda» y en una guerra sin final entre dos bandos. Un caso de manual, pero que en este caso, transpolado a la vida en comunidad, y particularmente en esta sociedad tanguera e impredecible, puede concluir de la manera más exótica jamás imaginada.
Nos piden que hagamos un ajuste peor al que generó la crisis que provocó el enojó y la votación presidencial en sentencia negativa: en contra de un sector político que, además de todos sus errores propios, se desgastaba naturalmente por la rutina misma de la administración del poder.
Ahora el fervor une a los unos, la indignación a los otros, y muy pocos entienden realmente o incluso apoyan a conciencia los planteos esenciales de la ideología de gestión de Javier Milei. Pero resulta que al presidente se le va la vida en sus creencias y la aplicación de las políticas económicas que defiende a capa y espada, que traerán aparejadas una crisis devastadora para el poder adquisitivo de los trabajadores y una oposición férrea de los sectores de pensamientos cívicos diametralmente opuestos.
Asimismo, por primera vez en democracia tenemos un presidente economista, especializado en la materia que tanto dolor de cabeza nos genera. Aunque su inclinación intelectual se figura un poco extremista para una mitad de la población. Sin contar con la incertidumbre lógica de que, aun implementando las acciones dramáticas que promueve el titular del Ejecutivo, no se puede garantizar el éxito final y a largo plazo sobre este bendito y a veces insólito suelo argentino, mucho menos en esta postraumática sociedad occidental, de psicosis capitalista, donde la mano invisible del mercado tiene sabidas preferencias según colores partidarios y en ocasiones simplemente se escuda en las arbitrariedades del devenir de los tiempos.
Más allá de la nada despreciable crisis económica que padecemos, preocupa también que el país se encamina hacia la insondable bastedad de una discusión política de blancos y negros, donde el Yin y el Yan no pueden convivir, retrotrayendo los debates a conceptos filosóficos y políticos que ya presentimos retrógrados, pero que evidentemente siguen vigentes, y sin solución dialéctica. Allí, donde la lógica comienza a perder sentido y lo emocional gana lugar.
Alejandro Romero
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