Leopoldo Gago tenía 13 años cuando emigró con su padre al fin del mundo. Y en la Tierra del Fuego, en la ciudad más austral del planeta, junto al penal más aislado del globo y a solo unos kilómetros del mítico Cabo de Hornos donde tantos barcos han naufragado, el berciano Leopoldo Gago se convirtió en fotógrafo con sello propio. Más de un siglo después, las imágenes que tomó y otras ajenas que los Gago se trajeron en 1931 de Ushuaia, al sur de Argentina, salen a la luz desde los cajones de la casa de una rama de la familia en Bembibre y desde uno de los baúles que emplearon para volver a su localidad natal, donde acabarían por abrir una sala de cine muy popular que funcionó durante tres décadas.
Ballenas varadas a la orilla del mar, una cárcel con presos muy peligrosos al pie de las montañas, nativos de la agreste Tierra del Fuego que viven en un clima hostil, una ciudad que creció en torno a la prisión como los poblados del Oeste, la pasión por la fotografía de Leopoldo y un café-tienda que resarció a los Gago de las deudas contraídas en su tierra, son los elementos de esta historia.
Y la historia de la migración de los Gago al fin del mundo comienza en el año 1913, cuando Ramiro, patriarca de una de las familias más reconocidas de la burguesía de Bembibre, decidió emigrar a Sudamérica con su hijo mayor, asediado por la bancarrota. Si las cosas salían bien, pensaba Ramiro, ya habrá tiempo de que su mujer y sus dos hijas les siguieran.
Padre e hijo desembarcaron en Brasil, “posiblemente en Río de Janeiro, y allí alguien les habló de Punta Arenas, en Chile”, cuenta Manuel Fernández, moderno ‘albacea’ de las imágenes de los Gago. Y a Punta Arenas, al otro lado del terrible Cabo de Hornos, se fueron padre e hijo desde Brasil en busca de mejor fortuna. No estuvieron en la ciudad de la costa chilena más allá de unos meses, tiempo suficiente como para tomarse una fotografía en el estudio de Pacheco fechada el 27 de abril de 1914. Los dos aparecen bien trajeados y con una gorra en la cabeza; el niño de 14 años está de pie, el padre, con un frondoso bigote que empezaba a estar anticuado, posa sentado en una suerte de sillón medieval.
La postal firmada por ambos y con notas manuscritas al dorso, la enviaron a las tres mujeres de la familia que se habían quedado en Bembibre, a la espera de que las llamaran; Gertrudis Fernández, la madre de Leopoldo, y sus hermanas Evelia, Pilar y Blanca. “A mi querida y añorada esposa y hijos (sic) les dedico este recuerdo en prueva (con uve) del eterno cariño que de todo corazón les profesa este esposo y padre que jamás os olvida”, escribió, con buena caligrafía y los formalismos de la época, Ramiro Gago.
En Punta Arenas debieron hablarles del crecimiento que estaba experimentando Ushuaia —una ciudad argentina de barracones de madera con apenas tres décadas de historia y aspecto de poblado del Far West, que prosperaba torno al penal de máxima seguridad que el Gobierno había abierto allí en 1902. La prisión, entre la orilla del Canal Beagle que conduce al Cabo de Hornos y las montañas al Sur de la Patagonia, funcionó hasta 1947 y acogió a algunos de los delincuentes más peligrosos del país, como Cayetano Santos Godino, alias ‘El Petiso Orejudo’, un joven psicópata que ha pasado a la historia como uno de los primeros asesinos en serie.
Y era una cárcel de máxima seguridad la de Ushuaia porque lo difícil no era evadirse, sino sobrevivir a la fuga en un clima extremo. “En la huida estaba el castigo”, cuenta Manuel Fernández mientras muestra el baúl de los Gago y un viejo álbum de fotos.
La geografía difícil, con temperaturas extremas durante el invierno austral y un paisaje desolado, no impidió, sin embargo, alguna fuga sonada de un penal donde también encerraban a presos políticos, como fue la del anarquista Simón Radowitzky, condenado a cadena perpetua por el asesinato en 1909 del jefe de policía de Buenos Aires Lorenzo Falcón. Una célula anarquista ayudó a Radowitzky a escapar, pero lo acabaron capturando y no saldría de la prisión hasta que en 1930 el presidente Irigoyen lo indultó.
Ramiro, cuenta Manuel Fernández, tenía intención de abrir una suerte de salón de juego en Ushuaia, pero finalmente, el negocio que cuajó fue el de un café-tienda, mezcla de bar, bazar y colmado donde se vendía de todo. En pocos meses, Ramiro hizo venir a su esposa y sus tres hijas, en Ushuaia nacería Juan, y con el tiempo, fue Leopoldo el que se haría cargo del negocio. Pero al joven de Bembibre le interesaba la fotografía y comenzó a tomar imágenes de Tierra del Fuego mientras escribía crónicas de Ushuaia para la popular revista de Buenos Aries Caras y Caretas. “Era una especie de corresponsal o de colaborador”, explica Fernández, hermano de la que fue nuera de Leopoldo.
De esos años en los que Leopoldo Gago llegó a contar con sello de fotógrafo para tomar imágenes de reuniones sociales, pero también de algunas excursiones a las montañas y los poblados de los indios yaganes, son algunas de las mejores imágenes del álbum familiar, donde también hay numerosas postales y fotografías de toros autores que se encartonaban para echarlas al correo. La más espectacular es la de una ballena varada en la orilla del mar, con una figura humana bien abrigada que posa sobre su cabeza. Evelia, parece, la envió a su hermana Pilar, que se había casado con José del Pino en la ciudad de Santa Cruz, y con letra más descuidad le decía al dorso: “Te envío esta fotografía de una ballena que fuimos a ver». «Es una foto que bien pudo tomar Leopoldo, como la de la montaña nevada”, explica Manuel Fernández.
Leopoldo Gago, un hombre serio “y muy cabal” hizo que el negocio del café-tienda les diera dinero a los Gago. “Debían de vender mucho”, cuenta por teléfono la octogenaria María Ferrero, prima lejana de Leopoldo, con quien comparte su afición por la fotografía. “Es de familia, lo llevamos en la sangre. A los Gago nos encanta la Historia y las historias antiguas”.
Los Gago permanecieron en Ushuaia hasta que en noviembre de 1931, con el patriarca enfermo se embarcaron de regreso a España. “Ramiro era mayor, estaba enfermo y quería morir en Bembibre”, cuenta Manuel Fernández. A la villa natal de los Gago volvían Ramiro y Gertrudis y sus tres hijos solteros; Leopoldo, Blanca y Juan. En Argentina se quedaban Evelia y Pilar, casadas. Y es en Buenos Aires donde la familia hizo una escala y aprovechó para que otro fotógrafo profesional les tomara una nueva imagen. Las dos mujeres posan de pie, junto al joven Juan. Leopoldo se sienta al lado de su padre, que de nuevo ocupa el sillón principal.
Meses después, en mayo de 1932, el marido de Pilar le envía a Gertrudis una foto-postal que hoy llama poderosamente la atención: un grupo de presos, vestidos con el característico traje de rayas, empuja una locomotora de vapor. Al fondo, las montañas blancas de Ushuaia, impasibles, se erigen como una muralla infranqueable.
Fuente: Diario de León (España).
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