¿Hasta qué punto la gente se debe hacer cargo delos asuntos y las urgencias que son de exclusiva competencia del Estado, aun cuando éste no fuera capaz de estar a la altura de las circunstancias?
La discusión quedó planteada esta semana en referencia al drama que la provincia (¿sólo la provincia?) padece por el incendio de miles de hectáreas en el bosque fueguino y la llegada de los festejos previos a las Fiestas de Fin de Año.
Para algunos (políticos, principalmente) el drama por la pérdida del bosque nativo representa una especie de luto que impone la necesidad de interrumpir la vida cotidiana de los vecinos, con mucha más razón si éstas tienen perfil de festejo popular, o de celebración festiva.
Para otros, los dramas cotidianos –muchos de ellos responsabilidad de los mismos gobernantes- son suficiente castigo para los ciudadanos, como para obligarlos a resignar lo poco que encuentran de alivio o descarga, postergando “para mejor ocasión” todo lo que represente una expresión de alegría colectiva.
Los que abonan la primera teoría no exponen argumentos (más que cierta lógica pragmatista), y opinan –y deciden- que toda celebración puede esperar a que se apague el fuego y se haga el balance de los daños sufridos.
Claro que, cualquiera sea el análisis, las decisiones muchas veces dejan ver un trasfondo político indisimulable, un egoísmo que llega al extremo de buscar (conscientemente o no) sacar provecho sectorial o individual del drama colectivo.
Para los que abogan por no poner escollos a la vida cotidiana de la gente común, los argentinos (los fueguinos, en este caso) necesitan, casi que imploran, recuperar su normal existencia, rescatar sus proyectos, renovar sus ilusiones, luego de un período de dramas y postergaciones que parecen no tener fin.
La pandemia, la crisis económica en aumento, la decadencia social, vienen marcando a toda una generación que pide a gritos que el Estado deje de angustiarlos, o al menos que no lo prive de lo poco de alivio que encuentra en el camino.
En ese marco, las fiestas navideñas son esperadas con ansias por todos, como una especie de oasis en el desierto de la crisis. Varios miles reunidos, confraternizando, en la costa riograndense en torno del Arbol de luces, despejaron todo tipo de dudas y dieron la mejor respuesta a la polémica.
Más allá de las creencias religiosas, para todos son días de esperanzas renovadas, de intercambiar expresiones de afecto, de reeditar promesas de buena fe… y de encender las luces del árbol de Navidad, ese que parece contener todas las ilusiones juntas, el que ilumina la esperanza y la solidaridad.
La misma solidaridad que pretenden reclamar a los ciudadanos ahora, poderosos empresarios que nunca se equiparon para una emergencia y funcionarios que fallan con frecuencia su cometido, que se dejan sorprender por la naturaleza o por los hechos fortuitos y no encuentran respuestas, pero le exigen a la gente que se haga cargo del drama.
El Arbol de Navidad con sus luces no debe tapar el bosque ardiendo, sin dudas, pero la solidaridad se siembra con previsión, con buenas acciones de gobierno, con eficiencia, con acción decidida y sin mezquindades.
La gente, hoy y en Argentina, sólo pide que la dejen vivir en paz.
Vela por sus tradiciones, disfruta mientras puede, ayuda cuando le alcanza, mientras espera explicaciones que nunca llegarán y hasta aporta lo que no tiene en respuesta sacrificada al pedido de colaboración de señores ricachones.
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