A Juana de Ciudad Evita la palpó la PSA el 4 de marzo de 2019 en la zona de pre-embarque del Aeoparque Jorge Newbery. Tenía un pasaje al aeropuerto de Río Gallegos, provincia de Santa Cruz, en el vuelo 1850 de Aerolíneas Argentinas: le hicieron bajar los pantalones y le encontraron casi medio kilo de cocaína pegada en su ropa interior. Nerviosa, transpirando, marcó a un hombre vestido con una chomba bordó que estaba en la zona de embarque, el encargado de vigilarla en todo el trayecto. Se habían comunicado por mensaje de texto en los últimos días, Juana y el hombre. “Voy lista”, le escribió antes de salir. Habían llegado a Aeroparque en el mismo auto, un Volkswagen Pointer. Hubo seguimientos, más implicados, un carnicero de Ciudad Evita fue vistosospechosos.
Juana fue procesada por el juez Sebastián Casanello, titular del Juzgado Federal Nº7, pero sin prisión preventiva. Tiempo después, Casanello la exoneraría de la causa con un sobreseimiento firmado el 13 de junio pasado. El magistrado entendió que ella no tenía opción.
Juana contó su historia en su indagatoria, cómo estaba desempleada, a cargo de dos hijos y su nieto, relató cómo la abordaron . “No pudo elegir. Su voluntad estuvo colonizada por sus tratantes y la necesidad de supervivencia suya y del grupo familiar a su cargo. Esa situación excluye su culpabilidad. El Estado no puede formularle un reproche”, escribió Casanello al sobreseerla. Los hombres que la captaron y le dieron dinero para que llevase cocaína en un avión a 2500 kilómetros de su casa fueron presos y procesados.
Para fundamentar su decisión, el juez recordó un dato de la Defensoría General de la Nación. 85% de las mujeres presas en las cárceles federales están detenidas por violaciones a la ley de droga: 75% de ellas declaran ser el sostén de su familia.
Que Juana -un nombre ficticio empleado en esta nota para proteger su identidad- haya sido reclutada para viajar a Río Gallegos no es algo fuera de la común: los traficantes argentinos comenzaron a colonizar nuevas cuevas en Santa Cruz y Tierra del Fuego en los últimos tres años, una ruta controlada predominantemente por ciudadanos dominicanos que encontraron un territorio casi virgen de competidores pesados y una máquina de multiplicar dinero, con un gramo que puede venderse al doble que en Capital Federal, en combo con la prostitución. Las detenciones comenzaron a repetirse en las terminales y en los barrios de la Patagonia en los últimos años, con bandas pesadas detrás de los kilos. El caso de de Cristian Espinoza, ex cantante de Yerba Brava, detenido en abril de este año en Aeroparque con casi un kilo distribuído entre su estómago y sus genitales se enmarca, dicen fuentes en Tribunales, en esta lógica.
Así, el nuevo narcotráfico en Argentina se construye a sí mismo de la forma en la que lo hizo siempre: con la vulnerabilidad de las mujeres pobres.
Juana no fue la única mula que Casanello sobreseyó, por considerarla una víctima de trata de persona. Hubo otras.
Alicia, tal como Juana, ni siquiera se subió al avión. La PSA la frenó en el pre-embarque de un vuelo a Ushuaia con 850 gramos adheridos al cuerpo. Era obvio que la droga no era suya. Había una mujer de nacionalidad peruana en su teléfono, llamada Rosario, “La Charo”, que hablaba en nombre de su hermano. “Dice Eder que no te olvides lo que te pidió, te consiguió un cuarto para vos sola», dijo “La Charo».
Eder Espinoza Linares decía ser chofer de una aplicación, también oriundo de Perú, había llegado al país en 2008, se había instalado en un conventillo de la calle Thames al 100 en Villa Crespo con su hermana. Al final de la causa, Eder fue acusado de captar a Alicia y a otras seis mujeres para enviarlas con cargamentos de polvo por aire y tierra a diferentes puntos de Chubut y Tierra del Fuego, sus mulas cayeron tanto en Aeroparque como en diversos puntos del sur, acusadas en los juzgados federales patagónicos con la cocaína hallada dentro de sus vaginas o en sus estómagos, con el riesgo obvio de morir.
Todas eran madres, estranguladas por deudas, dos de ellas vivían en paradores del Gobierno porteño tras vivir en la calle con sus chicos. Alicia debía plata, le relató al Programa de Rescate de Víctimas cómo un familiar la violó cuando tenía 14 y tuvo que huir a Río Grande, donde sus tías se prostituían y se convirtió en prostituta ella misma. El padre de su hijo era un cliente, que la embarazó y se fue. El hombre le dijo que se hiciera un aborto. Ella se negó. El chico, cuando ella cayó presa, estaba en Santa Fe con sus abuelos. Alicia no podía cuidarlo.
Una de ellas, Katy, contó cómo Eder y “La Charo” le habían dado la droga en el conventillo de Thames, que le pagaban 30 mil pesos por cada kilo que moviera. Otras víctimas de la organización cobraban más, hasta 50 mil pesos. Extranjera, con 23 años, Katy cobraba una Asignación y un Plan Progresar, vivía en un parador cuando acordó llevar cocaína en la panza a Comodoro Rivadavia, se atendía en un CESAC del Gobierno porteño por un diagnóstico psiquiátrico. Fue una ironía que cayera presa, en cierta forma. El primer empleo en blanco que tuvo en su vida fue en una cárcel del Servicio Penitenciario Federal, el sueldo que cobran los presos por tareas.
Otras dos mulas no solo viajaron al sur con cocaína pegada entre las piernas: viajaron acompañadas de sus hijos en el avión. Ninguno de los chicos tenía más de dos años.
Cadena de complicidades
Eder era un tipo movedizo, llegó a hablar por teléfono con más de 20 líneas distintas. Terminó procesado, preso y embargado por un millón de pesos argentinos. Tenía otro cómplice en el sur, ubicado en Río Grande, Nathaniel Pérez Almontez, dominicano, acusado de ser el receptor de la droga, un jugador en ascenso en el negocio del polvo fueguino en Río Grande. La Delegación local de la Policía Federal lo siguió hasta su casilla de chapa y madera en la calle Puerto Egmont. Las sospechas eran obvias: allí funcionaría, en un entorno miserable, un delivery de bolsas, desde un conventillo en Villa Crespo hasta el fin del mundo, con el sufrimiento de siete mujeres como marca.
Las madres con chicos suelen ser el blanco preferido de los traficantes. “Necesitan la guita”, dice un histórico del negocio: “Nadie te mueve en la calle como una travesti, pero no la vas a mandar al sur. Se le van encima al toque, mucha sospecha».
Tristemente, una mujer trans fue la pionera de la nueva ruta al sur, la víctima original. El 9 de mayo de 2016 en el paraje Arroyo Verde en Chubut, una mujer trans, peluquera según ella misma, oriunda de Santo Domingo, cayó con tres kilos y medio de cocaína cuando un perro antidrogas lo olió el bolso en un móvil de la empresa Don Otto con rumbo a Comodoro Rivadavia. Dijo que el bolso no era suyo, que era de “un paisano” al que conoció en un bar de Parque Patricios, que le pagaría 10 mil pesos si se lo entregaba a “otro paisano” en Caleta Olivia. Le incautaron el celular y se lo peritaron. Un contacto le había escrito: “Estoy esperando los 3 K, qué pasó, dime”.
La mujer trans terminó condenada el 13 de abril de 2018 a cinco años de cárcel por el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia. Para condenarla, usaron su nombre de nacimiento, de varón. A mediados de enero de este año, el Tribunal le negó el beneficio del extrañamiento para volver a su país tal como prevé la ley y que le fue otorgado a capos como Alionzo “Ruti” Mariños y ordenó que le descuenten los dos mil pesos de multa del sueldo penitenciario que le habían marcado en su condena.
(Fuente: Infobae/Federico Fashbender)
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