La advertencia sonó fuerte en el equipo VHF de Defensa Civil: “Tenemos tráfico intenso a la altura de estancia Sara”.
Eran las 15,30 y el puesto San Sebastián se mostraba tranquilo, el tráfico de vehículos era apenas cansino, nadie parecía tener ese apuro típico del paso por la frontera. Ninguno tenía que esperar, la atención era expeditiva y eficaz.
Pero el aviso del operador no dejaba lugar a dudas. En pocos instantes más la tranquilidad se convertiría, como salido de una película, en trajín, corridas, nervios y la consabida interminable fila de vehículos pugnando por ingresar en territorio chileno.
Los agentes de Defensa Civil, Migraciones y Gendarmería que hasta ese momento compartían el mate y alguna charla con su (hasta entonces) descansado trabajo salieron de pronto a la ruta; todos tomaron posiciones.
“Viene el malón”, dijo uno poniéndose el abrigo y todos se alistaron para lo que se avecinaba..
Lo que vendría era difícil de creer. En poco más de quince minutos unos cien vehículos (unos pocos camiones entre ellos) llegaron hasta el puesto, formando una fila de unos dos kilómetros al menos. Los recibió una pertinaz llovizna y el justificado rezongo de los encargados de atender sus apuradas demandas. “¿Vale la pena tanta locura por salir antes, corriendo todos los riesgos posibles?”, fue la pregunta retórica que nadie atinó a responder.
El cálculo, con la precisión de las matemáticas, confirmaba plenamente el pronóstico que se manejaba desde muchos días antes: A las 3 de la tarde del viernes salía el personal de las fábricas en Río Grande y muchos de esos obreros partirían desde las puertas mismas del establecimiento hacia su destino en algún lugar del norte del país.
Ni tiempo para reponer fuerzas después de haber trabajado desde las 7 de la mañana. Ni siquiera para cambiarse, ya que muchos de ellos llegaban a la ventanilla de la Aduana todavía con su uniforme de trabajo, como si alguna emergencia los obligara a huir despavoridos.
El informe de la Dirección de Migraciones le ponía cifras al dislate: Entre las 16 y las 17 horas del viernes pasaron por el puesto más personas que en todo el resto de esa jornada. Todos coincidiendo en su urgencia y su búsqueda de algún record inexplicable.
A partir de ello, la inevitable espera de más de dos horas que ellos mismos provocaron y que se repetiría en las siguientes escalas, el riesgo de continuar la alocada marcha sobre el ripio chileno. El acelerador a fondo al grito de “llegó la barcaza” cuando ven venir un camión en sentido contrario.
¿Es necesaria tanta locura? ¿Vale la pena correr tanto riesgo, incomodidades y largas filas cuando salir unas horas más tarde haría el viaje mucho menos complicado?
Es la locura de las 3 de la tarde. La gran mayoría elige la prudencia, el descanso, el viaje calmado, evitar las esperas y demoras. Pero los poco menos de mil viajeros que desbordaron el puesto de San Sebastián entre las 16,00 y las 20,00 horas del viernes, claramente tienen otra forma de ver la vida. Mucho menos criteriosa.
Cuando lo malo sucede, no siempre se le puede echar la culpa a la fatalidad o a la ineficiencia de una organización que, esta vez, se mostró sobradamente a la altura de las circunstancias.