Desde sus propios inicios a principios de siglo en el Sutef, se fue abriendo espacio por derecho propio, hasta ser por sí solo el abanderado de la comitiva docente en la fundación de lo que sería el ARI, partido nacido en la trinchera para llegar a detentar el poder en la provincia durante ocho largos y tortuosos años.
En ese período, si algo lo caracterizó fue la coherencia de su conducta y sus posturas, implacable batallador hasta el exceso y la ira hacia afuera y un componedor inteligente hacia adentro, si de mantener unido el díscolo entorno de su jefa se trataba.
Si en política se compraran los pases, el kirchnerismo lo hubiera venido a buscar con una gruesa en mano, seducidos por su lealtad y su interminable estómago, apto para tragar los sapos más indigestos si de defender a la corona se trataba.
Nadie le podría negar su condición de “militante de la primera hora”, soldado de las primeras batallas, militante del grupo de los que tiraban tizas desde el fondo de aula, sin imaginar que algún día la magia de la `política los pondría a dar clases de gestión. Inexpertos, con una sola conductora y cientos de oportunistas detrás, que a medida que iban llegando se encargaban de serruchar el piso de los que la habían peleado desde los pobres, casi indigentes inicios, cantando a la gorra en la vereda de la oposición al manfredottismo
Soportando y dando codazos, ejerció su cuota de poder tanto como pudo, impuso sus criterios en el partido, acomodó a su tropa en lugares envidiables y fue el estratega del oficialismo en una Legislatura que jamás fue terreno propicio para imponer condiciones desde el fabianismo.
Tanto desgaste debía cobrar su precio tarde o temprano y él lo comenzó a pagar a partir del inicio de la segunda gestión, cuando la jefa creyó ser la dueña de los merecimientos de una elección ganada con una dosis de milagro, y empezó a marcar el terreno del poder con el alambrado de la obediencia.
Perdió la jefatura del bloque oficialista y no supo ver en ello el comienzo de su declinación. Insistió en ocupar espacios a la fuerza y mantener pertrechada su tropa a costa de más enojos y nuevos enemigos.
El final del romance estaba anunciado. Tal vez debió asumirlo mucho tiempo antes y no esperar a la humillación de un divorcio público, mediático, escandaloso, impropio de uno que supo ser “del riñón” como pocos.
Él lo explicó con un argumento trillado “ella prefiere a los que le dicen lo que quiere oír, no lo que “debe” oír. Escaso argumento para decir adiós con dignidad. Al menos con chances de seguir en otro espacio, en otro tiempo, con otras estrategias que no sean las de este gobierno olvidable, la de este partido que cambió de nombre, de banderas, de lemas y de referentes en un tiempo meteórico.
El hombre hoy, esta solo, con un puñadito de leales propios y un futuro político inmerecido por lo incierto.
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