Ya en su madurez se lo llamó El Bandoneón Mayor de Buenos Aires y se lo promocionaba en las radios con la frase «Troilo se escribe con T, de Tango».
Es difícil imaginar para los que no fueron sus coetáneos a un ser humano como él, transformado en un mito en vida, adorado incluso por Astor Piazzolla, otro figurón magnífico.
¿Cómo hizo, al orillar los 40 años, además de ser un referente para todos los bandoneonistas rioplatenses, para haber creado piezas esenciales del tango junto a sujetos como Homero Manzi, Cátulo Castillo o Enrique Cadícamo en las letras y Francisco Fiorentino, Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche en las voces?
Con el violinista Elvino Vardaro integró hacia 1930 su famoso sexteto junto al joven pianista Osvaldo Pugliese, el segundo violín Alfredo Gobbi hijo y el otro bandoneón, Ciriaco Ortiz, aunque el conjunto jamás realizó grabaciones.
Luego pasó por varias orquestas -Juan D`Arienzo, Julio De Caro, Angel D`Agostino- y en 1937 debutó con la propia, con Orlando Goñi (piano), Kicho Díaz (contrabajo) y Francisco Fiorentino (voz), entre otros, en la boite Marabú, de la calle Maipú entre Corrientes y Sarmiento, mano de los pares, cuyo portal se podía apreciar hasta hace unos años.
Además de sus actuaciones con la orquesta típica, Pichuco formó en los 50 un notorio dúo con el guitarrista Roberto Grela -del que hay muchas grabaciones-, convertido alternativamente en Cuarteto Troilo-Grela, hasta que la relación entre ambos se enturbió.
Ese fue un hecho extraño en las relaciones de Troilo, tenido por todos como un hombre sumamente afable cuyo perfil de Buda, cuando se aplicaba al instrumento, le daba un aspecto blando e infantil, que llevó a algunos a decir que tocaba «haciendo pucheros».
Contrariamente al iconoclasta Piazzolla, Troilo gozó de popularidad desde el principio y jamás la perdió hasta 1975, cuando falleció con sólo 60 años, porque además de su dejo vanguardista mantuvo la forma tradicional del tango bailable.
El le puso música a hitos de la porteñidad como «La última curda» y «María», con Cátulo Castillo, «Garúa», con Enrique Cadícamo, y sobre todo «Sur», «Barrio de tango» y «Romance de barrio», con Homero Manzi, ese amigo entrañable que con su muerte en 1951 lo sumió en una profunda tristeza de la que le costó mucho salir, y para el que compuso el tango «Responso».
Su actividad en el cine y en el teatro es más cuantiosa que recordada: en 1933 aparece muy jovencito en «Los tres berretines», tocando en un palco a espaldas de Luis Sandrini, y también se lo vio en «Radio Bar» y «El tango vuelve a París», de Manuel Romero, «Muchachos de la ciudad», de José Agustín Ferreyra, y «Mi noche triste», de Lucas Demare, entre otros títulos.
Fue famosa su participación en la puesta de «El patio de la morocha», con textos y letras de Cátulo Castillo en el Teatro Enrique Santos Discépolo -hoy Presidente Alvear-, un exitazo que duró años en cartel y donde estaban Aída Luz, Agustín Irusta, Raúl Berón y Jorge Casal.
Su música se escuchó en la reposición de «Caramelos surtidos», de Enrique Santos Discépolo, y en los años siguientes intervino como gran figura en varios espectáculos tangueros, entre ellos «Simplemente Pichuco», en el Odeón, sobre idea de Horacio Ferrer, entrenado el 3 de abril de 1975, que fue el último.
Pese a las actuaciones de Juan Carlos Copes y María Nieves, los cantantes Alba Solís y Roberto Achával y sobre todo Edmundo Rivero como invitado, la cosa no funcionó; apenas llegaban a cubrir la mitad de la platea.
Se dice que eso al Gordo lo afectó enormemente y le causó varios episodios cardiovasculares que lo condujeron a su internación en el Hospital Italiano de Buenos Aires, acompañado por Zita, su esposa de toda la vida, donde su corazón dijo basta a las 23.40 del domingo 18 de mayo de 1975.
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