¿Como se recordará la 54ª edición del Festival de Folklore de Cosquín? Es posible que se recuerde como el de las noches largas, con más de 30 artistas en la grilla; o como el que programó en horarios centrales a artistas que llegaban con más recomendaciones que condiciones musicales; o el festival que expulsó a Juan Falú y a Liliana Herrero del escenario sin dejarles terminar su actuación; o el que confinó en los márgenes de la programación a artistas que representan lo más importante de la actualidad de la música argentina, muchos de ellos, incluso, ya consagrados por el mismo festival, como Peteco Carabajal, Arbolito, el armonicista Franco Luciani, la cantante riojana Bruja Salguero y los formidables hermanos misioneros Juan y Marcos Núñez, entre otros.
Cada uno podrá titular su recuerdo según la propia memoria o el tamaño de su esperanza. O según sus necesidades. O incluso tratará de olvidarlo. Lo cierto es que la 54ª edición del Festival de Folklore de Cosquín, que termina esta noche, fue una de las peores de la última década. En lo conceptual, en lo artístico y en lo organizativo.
Es una tarea complicada individualizar las razones o el complejo de razones de tanta decadencia, sobre todo teniendo en cuenta que en la misma década, prácticamente con la misma comisión organizadora, se produjeron algunas de las mejores ediciones de toda la historia del festival. ¿Qué pasó?
Es evidente que esta vez hubo demasiados números que fueron incluidos en la programación a pesar de la falta de antecedentes artísticos, y esto incidió en la dinámica del festival y en su calidad. En los ámbitos de la Comisión Municipal de Folklore, de una manera u otra, aceptan que, efectivamente, existieron favores a artistas que llegaron recomendados por los distintos benefactores del festival, públicos y privados, y que resultaba imposible responder a tantas presiones e imposiciones sin perjudicar a quienes debían ser incluidos por sus méritos artísticos y su trayectoria. Así se explicaría la marginalización de excelentes artistas.
En este sentido, no es casual que la única noche que, en su conjunto, escapó a la pobreza artística y conceptual de esta edición fue la del viernes -con Víctor Heredia, León Gieco, Teresa Parodi, Pancho Cabral, Suna Rocha, Rafael Amor, entre otros- que, casi, no tuvo propuestas recomendadas. De todas maneras, desde la Comisión advierten que fue la noche que menos entradas vendió, y este es un dato que termina de definir el perfil que tiene hoy Cosquín, más orientado a lo comercial. Por eso, también debería llamar la atención que la noche en que actuó el Chaqueño se vendió poco más de la mitad de las entradas disponibles -el resto se regaló-, dato que habla de que el artista salteño ya no despierta el entusiasmo de otras épocas. Es decir, también lo comercial viene complicado en este estado de cosas.
No queda claro quién se lleva los mayores réditos con este tipo de sistema de numerosas ventanillas. Lo que sí queda claro es quién pierde. Pierden aquellos que con seriedad asumen su profesión, pierde la música como patrimonio colectivo, como vehículo de conocimiento, como factor de identidad, como esencia de nuestra alegría. Pierde, al fin de cuentas, la credibilidad de un festival que en el bien y en el mal, a lo largo de su historia, ha sido el reflejo del país que lo cobijaba.
Pierde el público, también, aunque desde la Comisión repliquen que en esta edición se vendieron más entradas que en la anterior. Es decir, según esa lectura de los números, al público le gustaría este modelo de festival. Otro dato que explica tanta pobreza conceptual.
La grosera expulsión de Juan Falú y Liliana Herrero por criticar al festival desde el escenario fue, en cierto modo, el gesto extremo de quien sabe que está haciendo las cosas mal, pero no quiere escucharlo decir. Y menos por «otros».
Con muchos interrogantes y las peores certezas, Cosquín llegó en esta edición al fondo de su condición. Y deberá refundarse. O resignarse a un destino menor, atrapado en sus cambiantes posibilidades de promover negocios ajenos.
Acaso llegó el momento de dejar de pensar que Cosquín es sólo plaza Próspero Molina con sus luces, sus artistas, recomendados o recomendables, y el magnetismo de la televisión. Cosquín es, desde siempre, mucho más: una ciudad en pie de festival, que cobija miles de cantores, poetas y bailarines que hacen de la calle su escenario. Y una serie de eventos en torno a la poesía, el cine, la antropología o la simple reflexión, sí definen al festival en su diversidad.
No es el caso de pedir a Cosquín que sea quintaesencia del espíritu nacional o ese tipo de cosas. Ningún festival sería capaz de llegar a tanto. Pero sí, por su historia y su condición, Cosquín es un hecho cultural de vital importancia. Por eso debería reivindicarse como punto de encuentro de las diversidades culturales, étnicas, sociales e ideológicas que nos definen como país. Como la posibilidad poético musical de lo que pensamos y sentimos, todos y cada uno.
¿Suena romántico? Bien, con ideas románticas un grupo de ciudadanos fundó este festival que ahora, 54 años después, es necesario salvar de la mediocridad y de la codicia.
Franco Giordano – La Voz
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