No estaba escrito, pero parecía confirmado por los dioses del fútbol: Leo Messi era irrompible. No paraba de jugar y no paraba de hacer goles. Y no se rompía. Lejos habían quedado aquellas lesiones que había sufrido en los meses previos y posteriores al Mundial de 2006, en Alemania. Después y más allá de algunas ausencias mínimas por problemas físicos mínimos, el pibe de Rosario parecía el Domingo Faustino Sarmiento del fútbol mundial: no faltaba nunca a ningún partido. Siempre presente y en la primera fila.
Pero un día el sueño terminó como se terminan tantas otras cosas más o menos valiosas. Desde aquel 2 de abril frente al París Saint Germain en el Parque de los Príncipes, Messi dejó de ser el que era. Se desgarró jugando para el Barcelona y los meses siguientes hasta estos días, lo encontraron sujeto a otros desgarros y otras recuperaciones que no fueron plenas ni efectivas.
Messi quedó rehén de voces calificadas y de voces oportunistas que siempre están dispuestas a decir y plantear cualquier cosa para tener unos minutos de prensa. La realidad es que tiene que parar durante dos meses. Cuidarse más. Exponerse menos. Viajar menos. Asumir menos
compromisos comerciales. Jugar menos partidos, en definitiva. Los desgarros en cadena que viene padeciendo son señales que expresan que esa máquina extraordinaria de jugar tiene límites que el impresionante negocio del fútbol debería respetar, si pretende seguir usufructuando el registro genial de Messi cada vez que sale a una cancha.
«Los dirigentes se creen que son los dueños del fútbol y los auténticos dueños del fútbol son los jugadores», afirmó hace unos días el preparador físico Fernando Signorini.Se refería a la organización de los calendarios y a la alta frecuencia de los partidos. Los dirigentes a los que hacía referencia Signorini pertenecen al núcleo existencial de la FIFA. Son la cara visible del capitalismo más salvaje. Los jugadores, según esa mirada corporativa, son mercancía a la que se debe explotar hasta las últimas consecuencias.
Messi no está afuera de esa dinámica. Por el contrario, es una parte sustancial del gigantesco negocio (sponsors, televisión, publicidad, eventos) a escala planetaria. Más tarde o más temprano algún ruido, no deseado, iba a escucharse. El juguete más atractivo del mundo futbolístico comenzó a sentir el rigor de la competencia sin pausas. Y cayó herido, víctima del show que siempre debe continuar, según las reglas no escritas que manejan e imponen los hombres del negocio globalizado
Es verdad, Messi siempre quiso seguir jugando. Aquí, allá, en todos lados. Dicen los que lo frecuentan, que vive entregado de cuerpo y alma al fútbol. Que su espíritu enormemente competitivo lo aleja de cualquier sugerencia o recomendación que postergue su vínculo diario con la magia de una pelota. Y debe ser cierto.
Pero ahora está en riesgo su físico y su fútbol. Como todos, es vulnerable. Lo había anticipado Signorini en los últimos meses: «Hace años que viene jugando demasiados partidos. Así será un milagro que llegue bien al Mundial de Brasil».
En la recta final a Brasil 2014, Messi frenó su carrera. No tenía otra alternativa. Los excesos de la competencia le bajaron las defensas. Hoy, poner el grito en el cielo, parece estéril. Está pagando Messi su pulsión por jugar siempre. Y no pagan nada todos aquellos que lo empujaron a jugar siempre en nombre de las obligaciones, los contratos y las cifras.
Fuente: Diario Popular – Eduardo Verona
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