Contrario a la versión oficial, Alan Turing, padre de la computadora y genio británico de las matemáticas, no se habría suicidado. Según el experto en la vida y obra del científico Jack Copeland las pruebas presentadas para el veredicto oficial de su muerte en 1952 no serían hoy consideradas suficientes. «La investigación oficial adolece de tantos errores que hasta resulta imposible descartar un asesinato», señala Copeland.
Se sabe que Alan Turing murió por un envenenamiento con cianuro y que la empleada de la limpieza lo halló en la cama con una manzana a medio comer en su mesa de luz. La manzana, el cianuro y el tratamiento con hormonas al que había sido sometido en 1952, dos años de su muerte, para «curar su homosexualidad» se combinaron desde entonces para probar un suicidio debido a un desequilibrio mental y emocional. Según el veredicto que elaboró la justicia en la investigación de su muerte, «en un hombre de esta clase, es imposible decir cómo va a reaccionar mentalmente».
Nadie sabe qué quería decir el encargado de la investigación JAK Ferns con eso de «un hombre de esta clase», pero es de suponer que se refería a su homosexualidad, considerada delito en la Inglaterra de la época. Según Copeland esta teoría es una mera suposición con mucho de prejuicio y ninguna corroboración. «Nos hemos acostumbrado a esta narrativa de un científico atormentado e infeliz que terminó suicidándose, pero no hay ninguna prueba concreta de que esto fue así».
Excentricidades
La Policía jamás investigó si la manzana tenía rastros de cianuro, pero como la película favorita de Turing era «Blancanienves y los siete enanitos», se especuló durante mucho tiempo que había decidido copiar la muerte de la heroína, algo que de paso encajaría a la perfección con cierta concepción del mundo gay.
Según Copeland, el matemático siempre se llevaba una manzana que dejaba a medio comer antes de dormirse. Nada particularmente especial para alguien conocido por excentricidades como encadenar la taza de café al radiador por temor a que se la robaran o andar en primavera con máscaras antigás para combatir su alergia a polen. En el escritorio de su oficina había además una nota, que lejos de ser la clásica carta explicatoria del suicida, era un recordatorio de las cosas que debía hacer después del fin de semana.
En cuanto a su estado de ánimo, una vecina señala que cuatro días antes de su muerte había organizado un «maravilloso té» para ella y sus cuatro hijos, y un amigo suyo, que se había quedado en su casa el fin de semana, había dicho que Turing «parecía más feliz que de costumbre». Ni siquiera la supuesta causa profunda de ese aparente «desequilibrio mental» se comparece, según Copeland, con los testimonios.
Culpable de homosexualidad
En 1952 Turing denunció un robo en su casa y terminó siendo investigado y hallado culpable de homosexualidad. La justicia le dio a elegir entre la cárcel o un tratamiento de estrógeno. El matemático se inclinó por el estrógeno. Pero lejos de una intolerable humillación, hay pruebas de que Turing apeló a su sentido del humor –británico al fin– para superar el mal trago.
En una carta a un amigo le cuenta que «bajo arresto tuve una agradable sensación de irresponsabilidad, como si hubiera vuelto a la escuela». En otra se ríe del año en que fue sometido al tratamiento de hormonas, que le hicieron crecer los pechos, y a los términos de su libertad condicional. «Mi conducta ha sido deslumbrantemente virtuosa», señala.
Copeland señala que la explicación de la madre de Turing es perfectamente verosímil. «Turing, que era bastante descuidado, tenía arsénico en su casa para sus experimentos. Es probable que lo inhalara durante un experimento o que pusiera accidentalmente su manzana en una mezcla que contenía esa sustancia. Lo cierto es que es imposible estar seguros de lo que pasó. La idea de una muerte accidental es coherente con las pruebas que tenemos. Lo mejor hubiera sido un veredicto abierto porque la verdad es que probablemente nunca sepamos qué pasó», concluye Copeland.
Un verdadero genio
Como muchos científicos de todas las épocas era distraído, obsesivo y excéntrico, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas del siglo XX su vida terminó en medio de la ignominia y el ostracismo. Padre de la computadora, decodificador de los secretos militares alemanes durante la segunda guerra mundial, en sus 42 años de vida Alan Turing abrió campos insospechados como la combinatoria de matemáticas y biología que derivó en sus hallazgos en morfogénesis.
A 100 años de su nacimiento, los homenajes que está recibiendo tienen muchísimo de reconocimiento y un poco de embarazosa reparación histórica. En 2009, el entonces primer ministro laborista Gordon Brown pidió disculpas públicas por la manera en que había sido tratado en su época, pero la petición dos años más tarde para que su condena fuera revocada post-morten no tuvo el mismo éxito. Lord Mc Nally, secretario de justicia, señaló que no podía hacerlo porque había sido condenado por homosexualidad, conducta que era considerada un delito en la Inglaterra de los 50.
Hace rato que su figura ha trascendido estos vaivenes de la política oficial. Como parte de su centenario hay eventos organizados desde Estados Unidos hasta Filipinas para un hombre que los británicos eligieron entre los 21 más grandes de una historia pródiga de nombres ilustres y que la revista Time clasificó entre las 100 figuras más importantes del siglo XX.
El Museo de la Ciencia de Londres inaugura este jueves una celebración de su vida y su legado con una exposición de los principales hitos de su carrera y la muestra más exhaustiva organizada hasta el momentos de los aparatos que inventó. Como señaló el director de relaciones exteriores de Google Peter Barron, en la inauguración de la muestra para la prensa este miércoles, “está claro que, si uno considera el papel que juegan las computadoras en nuestra vida, las invenciones de Turing forman parte de los más importantes hallazgos científicos del siglo XX”
El niño prodigio
Turing tuvo mucho de niño prodigio. Aprendió a leer solo y a los seis años maravillaba a sus maestros. A los 16 lidiaba con Einstein y resolvía complejísimos problemas matemáticos. Su interés por la ciencia fue tal que en la famosa escuela independiente de Shernbourne, acostumbrada a evaluar a sus alumnos por el manejo de los clásicos, le recomendaron que procurara “educarse” porque si lo que quería era ser un “especialista científico” estaba perdiendo el tiempo.
Turing no volvió a perder el tiempo. En el Kings College de Cambridge se convirtió en profesor de Matemáticas a los 22 años. En las dos décadas que siguieron fue abriendo y conquistando territorios, recorrido maravillosamente capturado por la exposición del Museo de la Ciencia. En 1936 sentó las bases teóricas de la computadora con su estudio de los números computables y la creación de un cerebro electrónico. En 1945 diseñó el aparato mismo con todas sus especificidades. La computadora sería completada en 1950 y durante unos años sería la más rápida del planeta.
En la exposición del Museo de la Ciencia la computadora tiene el aspecto de una gigantesca centralita telefónica de hace décadas. Como comentó a este periódico el curador de la muestra, David Rooney, es igual a las computadoras de hoy en día, pero a gran escala. “Lo que hemos hecho es miniaturizar cada vez más esta creación agregándole potencia, pero el mecanismo es el mismo”, dijo Rooney.
Como no podía ser de otra manera entre la teoría y la práctica de la computación, entre esos años clave de la historia mundial que fueron 1936 y 1945, Turing no se quedó quieto. En 1938 fue reclutado por los servicios secretos británicos para formar parte de un grupo de matemáticos que debía descifrar los códigos secretos de los nazis. Turing decodificó la máquina encriptadora de los alemanes, llamada Enigma, que neutralizó con la que él diseñó, Bombe, clave para acelerar la victoria de los aliados anticipando ataques y posiciones militares germanas.
Entre 1952 y 1954 Turing abrió otro campo, el de la morfogénesis, con su pionera combinación de matemáticas y biología para estudiar la creación de las formas. Esto permitió recientemente confirmar de forma experimental algunos patrones biológicos como las rayas del tigre o las manchas del leopardo. Pero para ese entonces su vida científica ya estaba bajo la sombra de su vida personal.
Muerte por arsénico
En enero de 1952 Turing conoció a Arnold Murray. Unas semanas después Murray lo visitó en su casa y le facilitó el acceso a un cómplice suyo para robarle. La investigación policial que siguió a la denuncia que hizo Turing terminó con el científico reconociendo su homosexualidad, delito en una Inglaterra que no había cambiado mucho desde que habían condenado a Oscar Wilde por “indecencia grave y perversión sexual”, los mismos cargos que enfrentó Turing.
La justicia le dio a elegir entre la prisión y un tratamiento con estrógeno, concebido tres años antes en uno de los tantos extravíos que ha tenido la ciencia, por el neurocientífico Frederick Golla. Turing eligió el estrógeno. Dos años más tarde, se inclinaría por otra sustancia más letal: el arsénico. La empleada de la limpieza lo encontró muerto el 8 de junio de 1954. Durante mucho tiempo se especuló con que la manzana que estaba a su lado había sido rociada con arsénico en honor a su película favorita, “Blancanieves y los siete enanitos”.
En la muestra del Museo de la Ciencia se encuentra el certificado de post mortem que, según indicó al ABC el curador de la muestra, descarta esa versión colorida. “En el cuerpo había suficiente arsénico como para llenar un vaso de vino. Una manzana jamás hubiera podido absorber esa cantidad de arsénico. Como científico sabía lo que estaba tomando. La manzana era una manera de sacarse el mal gusto del arsénico”, señaló Rooney.
MARCELO JUSTO / LONDRES
Fuente: elpais.es (Madrid)
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