Bussi había sido internado el lunes en el Instituto Privado de Cardiología de Tucumán. Ayer, el perito forense, enviado por la Justicia, determinó que su estado era muy grave e irreversible.
Bussi falleció a las 16.50 por problemas cardíacos, agravados por complicaciones renales y pulmonares. «Hemos acordado con los médicos no hacerle tratamientos invasivos: no dializarlo ni ponerle respirador artificial, porque no tiene sentido extender la agonía. Quedó en manos de Dios. Estamos toda la familia a su lado, acompañándolo», había dicho ayer su hijo, el legislador provincial Ricardo Bussi.
En los últimos tiempos, las internaciones se había hecho más frecuentes. Sus problemas cardio-respiratorios lo llevaron al hospital una y otra vez. El lunes fue la última vez que lo ingresaron.
Bussi nunca se arrepintió de los crímenes que se le atribuyeron y se fue sin decir adónde están los desaparecidos de Tucumán, ese pañuelo verde del norte argentino donde se desplegó el «Operativo Independencia» contra la guerrilla y una sangrienta represión. Para él, los ausentes fueron «un arbitrio de la subversión para disimular sus bajas en combate».
Hace tres años, un Tribunal lo dejó sin impunidad y lo describió como un extraviado: «De su discurso de descargo, en el que exaltó el rol que le cabía sobre la vida de sus semejantes, surge claro que aún sostiene una especie de concepción que lo lleva a confundirse con la divinidad».
En otro juicio, Emma del Valle Aguirre, una víctima que fue torturada cuando estaba embarazada, lo incriminó sin dudar: «Pude escuchar una voz potente que ordenaba torturar. Exigía que me dieran golpes de corriente. En un momento, se me soltó la mano izquierda, que estaba atada con un alambre a la cama, y se me cayó la venda de los ojos: la persona que daba las órdenes era el general Bussi».
El mes pasado, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, se asomó al borde del Pozo de Vargas, un agujero de 40 metros donde se intentaron ocultar restos humanos, y no titubeó: «Es evidente que aquí se ejecutó y se incineró gente».
El 5 de octubre, una pericia psiquiátrica elaborada por un médico forense anticipó el final: «Las facultades mentales de Bussi no encuadran dentro de los parámetros considerados como normales. Su aspecto denota indiferencia respecto del medio circundante. El estado de conciencia es vigil, con vigor psíquico disminuido. Su pensamiento mostró un curso lento y con un contenido ideativo pobre y por debajo de su nivel de instrucción».
No cumplió su castigo en una cárcel común, sino en un country de Yerba Buena, la zona coqueta de la provincia que lo tuvo como gobernador de facto entre 1976 y 1977 y comandante de la represión en el monte y la ciudad.
Bussi se quedó sin velorio militar, porque la administración de Cristina Kirchner le sacó este año el grado de general de la Nación, apenas quedó firme la condena por el secuestro y la desaparición de un senador. Sólo conservó los haberes previsionales, único sustento, pese a que en la vida activa había acumulado ahorros, propiedades y viáticos en dólares cobrados por haber actuado como observador en la guerra de Vietnam.
Dejó costas judiciales sin pagar, se fue enojado con el Tribunal del Ejército que en 1998 los sancionó por «falta grave al honor» al ocultar una cuenta de entre 120 mil y 150 dólares que había abierto en Suiza. Por esa irregularidad, no lo dejaron asumir como diputado nacional, aunque, años después, la Justicia determinó que podía haberlo hecho, dado que la voluntad popular estaba por encima de un impedimento legislativo.
Bussi, que era entrerriano, ganó ocho elecciones en Tucumán: fue gobernador, legislador, constituyente y estuvo a punto de asumir la intendencia de San Miguel de Tucumán, hasta que el escudo de impunidad que protegió a los represores quedó a un lado y los juicios por delitos de lesa humanidad se reactivaron.
Una de las últimas investigaciones que se abrió se refería a una historia mínima, pero emblemática del desprecio por la vida que se imponía hace 34 años: la expulsión de 25 mendigos de Tucumán, en pleno invierno, en plena dictadura. Habían sido barridos por policías de Bussi, que los metieron en un camión y, cinco horas después, los tiraron en zonas inhóspitas de Catamarca, para que nunca más volvieran. El entonces general admitió que hubo un «exceso de celo» de sus agentes desbocados y que fue «una aberración, pero no un delito». Para Bussi, no era delito secuestrar gente y dejarla morir en un desierto, en un pozo o en un centro clandestino de detención.