POR: Jorge Daniel AMENA (*)
La Fuerza de uno
Uno está lejos por un rato; incluso tiene que hacer un esfuerzo para respirar un aire que es más denso que el que diariamente respira, a fuerza de permanecer tan quieto hace siglos. También el suelo mantiene una quietud de arcilla y colores multicolores, solo interrumpida a intervalos muy pronunciados de tiempo por el paso cansino de quienes llevan esos siglos en la espalda.
También los animales de carga portan ese peso adicional a la grupa, independiente de la carga, a primera vista magra y de escaso valor.
Los más “civilizados” lucen el ropaje del conquistador, como si la apariencia ganara el alma y la historia, uno que “descubre” el follaje y la aridez por partes iguales, como naipes que fueran dados a una mesa de juego.
Y uno pisa (no sabe lo que está pisando, en realidad) debajo de la bota otros calzados, cueros, aceros y sangre devenida en flor púrpura. Pellejos en arena y arena en roca.
Chozas de paja que ruedan por los caminos del tiempo, y el viento que acerca solo al atardecer el choque de espada contra madera y carne desflecada en enredaderas que brotan de la nada y a la nada se encaminan, cuentan con todo el tiempo del mundo. Ese que trascurre ahora mismo. Un universo nacido de la mendacidad del trueque de baratijas por diamantes, por plata, alcohol por posesión.
Ahora truecan aula por machete, las muy útiles mochilas de escuela, por odres de agua en equilibrio gravitacional prolijamente en bandolera.
En épocas donde todo es digital y virtual, superficial y con la cochambre bajo la alfombra, uno está parado en medio de la impresionante realidad del ser y su no menos impresionante consecuencia.
La soledad de las civilizaciones -consumidas por la codicia y la estupidez- es más contagiosa que las pestes que sobrevuelan las paredes del cuarto y se alojan en el lento ventilador del techo que parece (paradojas al margen) otro inmenso insecto amurado en las alturas. Uno está también muy solo. Y está cómodamente solo en la también cómoda situación de dedicarse prolijamente a aniquilar la vida, obviando eso que existe, huele y palpita, y que tiene ahora a la vista. El silencio de los inocentes, contrastando con el cinismo que portamos alegremente en nuestra maleta. Esa soledad merece ser vivida. No se puede ser tan hipócritamente idiota.
Es una experiencia de contrastes, y nuestra sombra se vuelve neutra con el sol del mediodía, no reflecta en el cenit apariencia de existencia alguna, se contrae, se arruga y desaparece.
La puesta del sol, que trae de visita algún gran pájaro soberano que sobrevuela la escena, le devuelve a uno la atención sobre las cosas mundanas. Armado sobre una plataforma de adobe, un mástil se yergue sobre la tierra agrietada, desde ese mástil se derrama una bandera.
La noche no tarda en caer como un aguacero de sombras repentinas.
Se establece una tregua entre los seres diurnos.
La nocturnidad impulsa a escena a una fauna diferente. Pasos descalzos se deslizan apenas tocando la grava y el rocío.
Hay demasiado cielo para tan pocas almas.
Y tanta carencia para el poder de uno.
(*) Escritor, Abogado Constitucionalista – ex Legislador provincial y Convencional Constituyente Nacional, colaborador permanente de la ONU para Asuntos de Africa.
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