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SEMBLANZAS (VI): Picadillo de Futbol

Pocas cosas se han hecho en la vida tan, pero tan desprolijamente que armar y por ende jugar un picado de fútbol en una calle, en una plaza o donde inevitablemente tal práctica deportiva significase…

SEMBLANZAS


Por Jorge Daniel AMENA (*)



PICADILLO DE FÚTBOL


Pocas cosas se han hecho en la vida tan, pero tan desprolijamente que armar y por ende jugar un picado de fútbol en una calle, en una plaza o donde inevitablemente tal práctica deportiva significase en definitiva la molestia de innúmeras e inocentes personas ajenas a la cuestión.


Es que precisamente la improvisación, la avivada, sacar ventaja de la elección de jugadores mediante fraguadas elecciones “para que sea parejo”, formaban parte del folclore. Pero así eran las cosas. A fe de ser honesto desconozco si siguen siendo así, aunque en la vida adulta muchas situaciones se le asemejan de manera que asombra.


Para comenzar, los picados no tenían un número determinado de jugadores; se podía empezar seis contra seis y terminar veinte contra treinta y dos. Todo dependía de la selección (digitada por cierto), donde un habilidoso valía por cinco “troncos”, es decir que se “equilibraba” calidad con cantidad. En la realidad de los hechos, se saldaba la cuestión con cinco o seis jugadores de verdad, más un arquero en serio, contra una turbamulta variopinta, con un arquero gordito y petiso que estaba allí por ser el dueño de la pelota.


El juego que se desarrollaba tenía “algo” que ver con el deporte en sí; es decir: había que transportar una pelota (de goma nº3), que rebotaba de manera paranormal, (algunos creen que tenía vida propia, pero nunca quedó demostrado), y dársela a alguien, preferentemente de su propio equipo y meterla dentro de un arco, preferentemente el contrario, no el propio.


La indumentaria era lo de menos, cualquiera lucía lo que tenía (y podía): pantalones largos, cortos, camisetas de todos los equipos de primera, pero que jugaban en bandos contrarios, lo que llevaba a una saludable confusión de no saber quién era quien y para qué lado pateaba, desgraciadamente con el paso del tiempo esa sensación de inseguridad (como se dice ahora) se ha profundizado con el tiempo y -lo que es más grave- se ha extendido a todos los campos de la vida de relación.


Las famosas skippies, las pamperos y hasta algún botín Sacachispas completaban la vestimenta. El territorio de la “contienda” decíamos entonces, podía ser la calle (de asfalto o tierra) o una plaza donde jugaban además los árboles, quienes caprichosamente aprovechaban a uno u otro equipo.


La puntuación en el resultado del encuentro, dependía más de las encuestas de boca a boca que de la realidad, 4 a 0, a 3 ¿cuatro a cuatro?, cosa que a nadie le importaba en realidad.


Aparecían además otros actores en escena, como el repartidor de leche, el verdulero, y el grito de “¡AUTO!” Que paralizaba la imagen, donde todos buscaban que la pelota no fuera arrollada, y ¡pobre el conductor!, si por impericia o simple mala suerte, la aplanara…


A veces un transeúnte cualquiera se topaba con el balón ingobernable, y se lo pedían a coro y a los gritos, ¡¡¡ Don!!! ¡¡¡La pelota!!!, ¿¿¿la alcanza???


A lo que el aludido accedía amable, pero torpemente la mayoría. Salvo aquel viajante de comercio con valijón de cuero con broches, que acarreaba camisas “Lavilisto” (esas que no se planchaban, de color celeste) y medias Tom. Ante el reclamo, el hombre de traje gris gastado y con “mendafácil” en la entrepierna, le dio de volea flameando en el aire del verano; “con tres dedos”, como dicen los que saben, la metió allí abajo, donde moran las hormigas, entre el palo y el piso.


Inatajable, lo gritó y todo… y todos con él, continuando luego con su vida de pensión seguramente al siguiente paso, con una secuencia más inmediata aún, consistente en un guiso de mesa compartida.


Y así trascurría el partido por horas, hasta que terminaba, no por el paso de una tarifada cantidad de tiempo. Simplemente se diluía, unos se iban, otros se quedaban conversando en un costado, y los más se prendían a una canilla para calmar la sed, y así como había empezado se terminaba una instancia, que recomenzaría en alguna otra hora con iguales o distintos protagonistas, pero con el mismo fervor.


Como queda dicho, cualquier cosa podía pasar. Es, pues, la esencia de la vida. Por tanto, en lugar de aferrarnos a seguridades “pintadas” en la periferia de la realidad hay – supongo- que vivir lo que queda del juego, preparados para lo que el día–partido, nos pueda deparar… Hasta que se diluya como el día, como la vida, como todo.


Pero el olvido sólo se lleva la mitad, como dice el poeta; y deja, sí, algunas pequeñas enseñanzas que generalmente uno aprende tarde. Albert Camus, poco antes de morir en un accidente, manifestó: “Aprendí en el campo de fútbol que la pelota nunca viene hacia ti por donde esperas que venga”.


La vida tampoco.




(*) Escritor- Abogado Constitucionalista – ex Legislador provincial y Convencional Constituyente provincial, colaborador permanente de la ONU para Asuntos de Africa.



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