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Gozó de ocho años de una obsecuencia sin reparos, corrió por toda la provincia perseguido por una admiración que se fue de pronto con el viento fueguino. Llegó a ofrecer cargos de ministro, convencido por sus “incondicionales” de que ya podía medirse la banda de gobernador mucho antes de las elecciones. Se sorprendió con los fríos números de las encuestas que se mostraban mucho menos obsecuentes que sus fieles consejeros. Se asombró al ver que la comunidad de electores no tenía la misma opinión que los que tanto lo adularon y lo protegieron a cambio nada más (y nada menos) que de una jugosa compensación material, porque en política los sentimientos no cuentan.
Se resignó a la derrota, se recluyó de una forma sorprendente en el último oscuro rincón de su pesadumbre y desde el ostracismo comenzó a comprobar cómo las lealtades se le caen a ritmo vertiginoso, los adulones se declaran en retiro efectivo y los enemigos salen de sus cuevas para solazarse tirando patadas al león ya sin garras y sin dentadura.
Genios caídos desde la cumbre de su propia soberbia, los ingenieros en imagen luchan por sostener en pie la estructura de su propia gestión, ni tiempo les queda para defender a su líder. No hay tiempo para ocuparse de explicar la derrota, el hoy es suficientemente complicado porque juntos vemos hacerse añicos a fuerza de votos el espejo donde dibujamos una imagen tan mentirosa como efímera.
De pronto la prensa que sólo reflejaba la fantasía de una calle central a la que imaginaban pavimentada con porcelanato hoy descubren pozos, baches y calles intransitables con ocho años de antigüedad y se explayan con fotos en alta resolución acerca de yerros de gestión que jamás vieron cuando la pauta (que se terminó con la campaña) les tapaba los ojos como lujosa capucha hecha de billetes.
Mientras las hormiguitas de la política guardaron para una post-elección que sería de crudo invierno y panzas vacías, las cigarras que hicieron del dispendio la mejor forma de blindar su imagen hoy lloran no tanto por su suerte sino por quedar al descubierto, descorrido el telón de la mentira con que se cubrieron estos ocho años, a fuerza de soberbia, cinismo y dineros administrados en forma de manchancha.
También la política da lecciones a veces; mucho más en la derrota, dicen algunos. Si alguna lección cabe aprender es que en política la mentira y la soberbia ayudan muchas veces a sobrevivir, pero pocas a ganar elecciones. Hay espacio para la egolatría y la megalomanía cuando se está en el poder, no cuando se lo busca y mucho menos si ello depende de una elección democrática.
Hoy, el ángel caído se descubre en la soledad no del poder sino de la derrota, el celular ya no suena cien veces por hora, ni dos; los “asesores” están vacíos de ideas, el espejo devuelve una imagen empañada de descrédito repentino, los amigos están en otra y los enemigos afloran como hongos bajo la lluvia.
El ausentismo reemplazó a la obsecuencia, los elogios eufóricos mutaron en reclamos, la marcha a favor se convirtió en piquete en contra, con similar pasión y convicción.
Ni los amigos eran tan amigos, ni el espejo era tan fiel, ni los genios de la estrategia eran lo que decían. Ni las críticas bienintencionadas eran amenazas provenientes de enemigos perversos, como los alcahuetes repetían a coro mientras estiraban la mano.
Pagar prensa es la peor forma de saber la realidad. Ganar elecciones es mucho más que tomar café en hoteles de lujo o torturar el celular con compulsión fingida o manejar la comunicación en sentido de ida, negándose a recibir el mensaje que llega y que los chupamedias se encargan de filtrar.
Son cosas que desde la juventud de una carrera política se deben ver y aprender para mejorar los resultados. Quizás no sea tan tarde para reiniciar el camino. Pero en ese caso, la peor forma de entender qué pasó es esperar que te lo expliquen los mismos que te engañaron durante ocho años, preocupados sólo por su suerte personal.
Los alcahuetes de hoy son los futuros traidores, dice un axioma de la política. Desde la prensa alcahueta hasta el último puntero que hoy te ofrece “cien votos” y en un rato más se los lleva a tu adversario.
Desde la penumbra de su decepción, el ángel caído ve pasar toda junta la enceguecedora realidad que sus alcahuetes le escondieron prolijamente, mientras pintaban con tinta evanescente un paraíso del cual los expulsó el duro dictamen de las urnas.
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